Luego de intentar inútilmente que la aplicación de los numerosos y multiplicados 111111 me enviara un taxi, me lancé a la calle decidido a sacarle la mano a lo primero que pasara. Tenía ya el brazo petrificado y la paciencia averiada de tanto ver pasar amarillos vacíos que no me miraban o sí me miraban, pero seguían derecho, cuando a mi lado frenó uno de esos que llaman “zapaticos”.
Me lancé a abrir la puerta como si fuera la carroza de Blanca Nieves, feliz de concluir la insensata espera. La puerta no cedió. Le golpeé decentemente el vidrio al conductor, que estaba encapsulado en unos audífonos y hablaba por su celular sin mirarme, como continuó haciendo durante unos segundos eternos. Tiempo que aproveché para notar que, por lo menos por el lado derecho, “el zapatico” horadado le debía una visita urgente a la remontadora.
Entonces el hombre me hizo una seña hosca y algo me dijo. Yo, con los remanentes de lectura labial que poseo, alcancé a entender la pregunta “¿Es que se va a tirar la puerta o qué?”. Y levantó el seguro. Entonces, como el soplido de Lucifer, el taxi expelió: A. Un hedor sulfhídrico. B. El estropicio de un reguetón que vomitaban unos parlantes apocalípticos.
Yo traté de acomodarme en el pequeño espacio del pasajero en el lado derecho, pues para ubicarme en el izquierdo, que apretaba el asiento del chofer, hubiera tenido que ser etéreo. Le enuncié mi destino. Y dos cuadras después le pedí que fuera tan amable de poner a funcionar el taxímetro.
Para entonces ya había establecido el estado sanitario del vehículo. En el piso se apiñaban restos paleolíticos, mezclados en un tapete que debió utilizarse en El Arca de Noé. Y los forros de los asientos debieron cambiarlos por última vez en el Monte Ararat. En cuanto al conductor… Iba en camiseta esqueleto y bermudas, chanclas sin medias. Todo parecía indicar que se había bañado un poco antes del carro.
Sostenía una picaresca conversación con un colega en los perentorios términos actuales: “Sí, arica; no, uevón”, y viceversa. Hablaban de una gesta sexual acaecida la noche anterior. La reputación de la chica aludida ya estaba tendida en el impuro suelo. Y tal vez su único consuelo podría ser que a la protagonista del reguetón le estaba yendo peor. Mucho peor, mami.
Entonces yo traté de decirle: “señor conductor, sería tan amable de: A. Bajarle un poquito el volumen a ese estropicio. B. Dejar esa conversación para cuando me apee”. Pero un hecho casual me cohibió. Otro carro se le atravesó y entonces brotó de aquel ser un Mister Hyde abominable. Levantó al otro a madrazos y metió el brazo bajo su asiento, del que emergió enhiesta y contundente, una preciosa varilla.
Deje así. Cuando llegamos a mi parada, yo había alcanzado a rezar tres Padrenuestros y dos Avemarías, encomendando mi vida al Milagroso. No tenía vueltas. Me miró. La señora de una cafetería vecina me salvó la vida.
Unos días después le conté la historia a un conductor que era la antípoda. Carro limpio, bien vestido, Melodía Stéreo. Me dijo que esas personas estaban dañando al gremio.
Carlos Gustavo Álvarez
Periodista
cgalvarezg@gmail.com