Ahora que se conoce el veredicto de la Corte Constitucional que le cierra el paso a una segunda reelección del presidente Uribe, y se conocen también -inexplicablemente, de manera parcial todavía- los resultados de los comicios parlamentarios, cabe preguntarse qué será del uribismo sin Álvaro Uribe en el poder.
Alguno de esos avezados (y oportunistas) defensores de la democracia se han apresurado a decir que pronto lo olvidaremos, pues la institucionalización de un partido o de un sistema de gobierno -que por alguna razón que todavía no nos han explicado, es lo deseable- debería hacer que los propósitos estén por encima de las personas. Por encima del caudillismo, dirían esos mismos, oponiéndose ferozmente a un liderazgo sobresaliente cuando se trata de uno que no es de sus afectos, pero haciéndose los de la vista gorda cuando lo es y mirando hacia Panamá.
Lo único cierto es que, para bien o para mal, son las personas las que hacen la diferencia en mayor o menor grado según sea el peso de las instituciones en el Gobierno o en la política. Por lo que, sea quien vaya a ser su sucesor, va a ser muy difícil encontrar a un presidente del talante de Álvaro Uribe.
Las elecciones para Congreso dejan clara la abrumadora mayoría de quienes queremos mantener el rumbo que se le imprimió al país durante los últimos 8 años, y en este sentido, el apoyo tácito al presidente Uribe y a sus propuestas. Pierden quienes le apostaron a hacer una oposición sectaria, poniendo su agenda política personal antes que los intereses del país en contubernio con dirigentes de países vecinos que ya no pueden ocultar el Sol con las manos a la hora de esconder el patrocinio infame de bandas terroristas que han llenado de sangre y luto a Colombia.
Pierden también quienes le apostaron a su propia ambición personal por encima del derecho de los colombianos a elegir el mejor, bien porque sentían que ya llevaban mucho tiempo haciendo fila, bien porque cayeron en esa trampa del ego que les hizo creer que una experiencia efímera era credencial suficiente para llegar a regir los destinos del país.
Y pierden también todos esos aventureros -unos más que otros- que pretendían hacerse a un puesto fijo durante cuatro años con un sueldo que supera los 20 millones de pesos mensuales -que no es poca cosa en un país en donde el salario mínimo es de $515.000- por el sólo hecho de proclamar ser honestos, o provenir de oficios muy distintos a la política, o por sus limitaciones físicas, o por su popularidad y encantos personales.
Sabiendo quién es el presidente Uribe y habiendo tomado nota de su proclama -"Desde cualquier trinchera estaré trabajando por Colombia hasta el último día de la vida"- confiamos en que también sea un ex presidente excepcional.
Lejos de retirarse de la política y dedicarse a causas publicitarias, que no humanitarias, o a decidir sobre cuotas burocráticas o a gozar de las mieles de la burocracia internacional, no sería de sorprenderse ver a Uribe liderando al Partido de 'la U', opinando con la lucidez y la firmeza que le reconocemos los colombianos acerca de los asuntos fundamentales del país y denunciando las patrañas de quienes a nombre de la 'justicia social' y de la 'democracia' justifican la violencia, el crimen y el enriquecimiento ilícito. No podría ser de otra manera, pues el uribismo sin Uribe sería como chocolate sin queso...