Fue la primera, pero no será probablemente la última. Eso es lo que creen los expertos que la semana pasada vieron confirmarse la noticia de algo que hubiera sido impensable hasta hace poco: la declaratoria de quiebra de Chrysler, una de las compañías fabricantes de automóviles más tradicionales del mundo. Si bien el propósito de la medida no implica la desaparición de la empresa, sino su posible reorganización y fortalecimiento, el impacto de la decisión es grande.
Por un lado, está el tema simbólico. Con más de tres cuartos de siglo de historia, la sociedad fundada por Walter Chrysler era una de las llamadas tres grandes de la industria automotriz estadounidense. Y aunque ahora la llegada de la italiana Fiat como nuevo socio de una empresa renovada es un signo de esperanza, todavía quedan grandes interrogantes por resolver.
Por otra parte, está el tema de General Motors, cuyo camino parecería ser el mismo. Todo depende de que Washington y los acreedores de la que fuera la multinacional más grande del mundo acepten una fórmula en la que la mitad de las acciones pasaría a ser propiedad del Gobierno norteamericano, al tiempo que se negociaría una profunda rebaja de pasivos. Pero tal como sucedió con su colega de menor tamaño, es probable que la intransigencia de alguna de las partes interesadas no deje otra salida diferente a la declaratoria de bancarrota.
En ese sentido, lo que se viene ahora es particularmente interesante. Más allá de que una cirugía de fondo como la propuesta puede acabar salvando a las ensambladoras en problemas, la inquietud es si los consumidores preferirán hacer sus compras en otra parte. Ese es el dilema fundamental que nace de una medida radical y cuyas consecuencias plenas todavía están por verse.
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