En las condiciones del mundo contemporáneo, ¿se le puede ofrecer a un país la promesa de vivir en paz bajo un régimen dictatorial?, ¿una seguridad que no sea democrática? ¿No es redundante el binomio 'Seguridad Democrática', ese gran hallazgo de este Gobierno, que de supuesta novedad conceptual e histórica pasó a ser el Sanctasanctórum, el recinto intocable de la política pública colombiana?
Es redundante. Pero ahora es inútil cualquier alegato ciudadano al respecto, porque en las próximas semanas el lenguaje electoral será determinante. Del lado uribista será la gramática de los discípulos, de los herederos que, como mucho, prometen que la joya brillará aún mejor bajo su cuidado. Y del lado no uribista seremos testigos de las respetuosas venias que los candidatos le harán al binomio, para no arriesgarse a perder algo del llamado 'voto de opinión'.
La sabiduría convencional es que las comunidades tienen derecho a su defensa contra las agresiones externas; que para eso son necesarias unas fuerzas de seguridad alertas y suficientes y un comandante en jefe elegido democráticamente. Y dicha sabiduría también consiste en que el pueblo debe apoyar al Estado en su defensa contra amenazas armadas internas al statu quo democrático, y que el Estado debe derrotar las agresiones armadas contra la comunidad.
La historia enseña que la seguridad de la vida de la gente es precaria y corta cuando el aparato estatal queda en manos de un régimen político autoritario. El Estado colombiano ha sido históricamente incapaz de ofrecer seguridad. Ni el control del territorio, ni la tributación, ni la justicia, han sido monopolio del Gobierno. La ausencia material del Estado en amplias regiones, o la derrota local a manos de fuerzas ilegales, o la asociación de agentes estatales y fuerzas ilegales que agreden a la población han sido rasgos característicos de la historia nuestra.
Sólo hay una salida: defender y promover la democracia seria y en serio; y simultáneamente, lograr que el Estado sea capaz de hacerse al monopolio de la fuerza armada, de la tributación y de la justicia. Ese es el viejo desafío del régimen político de Colombia. Nadie podría negar que ha habido avances en algunos aspectos de la seguridad interna durante los últimos años; pero los costos de la 'Seguridad Democrática' han sido inmensos; y los logros han quedado cubiertos bajo una montaña de vergüenzas: actos criminales cometidos por agentes estatales, una persistente agresión contra la seguridad de la vida por parte de pistoleros, bandas ilegales, mafiosos y miembros de las viejas estructuras de poder regional y local. El Sancta sanctórum tiene hondas grietas.
Un día, la 'Seguridad Democrática' caerá de las alturas y podrá ser vista como un acto humano que combina éxitos plausibles y grandes llagas. La mejor ancla del optimismo es la utopía democrática. Pero el episodio electoral de marzo me deja a la deriva, realmente. Esta es una democracia insegura. La llegada de los verdes y otros retoños al Congreso es un rayo de luz. Sólo que muy débil, frente al chorro de cinismo, corrupción y arrogancia que ha llovido con la elección de los congresistas del PIN, con los votos a favor de herederos de la 'parapolítica' en otras organizaciones políticas, con la evidente persistencia del clientelismo y la compra de votos.
Aceptémoslo: la principal sindicada aquí es la propia ciudadanía, cuya brújula ética se perdió hace rato; es una ciudadanía que acepta fácilmente acciones terribles contra 'el otro' y que acude a las urnas henchida de cinismo con la política y sus agentes. Para que la sociedad colombiana viva en una democracia segura, primero deberá vivir una revolución cultural. Largo viaje.