Digámoslo otra vez: pese a lo que se dice, las playas colombianas no brillan por su abundancia. Las que tenemos al norte son la mitad de anchas que en Yucatán, las islas caribes o Brasil. Las que cuentan con arenas mejores -en el Tayrona o en Urabá- bordean precipicios submarinos a pocos metros del agua o dan directo a mar abierto, ofreciendo peligro. Las de San Andrés y Providencia son blancas y bien protegidas, pero excesivamente cortas. En el Pacífico hay playas extralargas, pero de arenas oscuras y mareas muy pronunciadas, con escaso asoleamiento y muy lluviosas. Eso debiera significar que lo que poco que tenemos con calificación de excelencia hay que cuidarlo al extremo, pero no es precisamente eso lo que hacen quienes proyectan puertos en o cerca de las ensenadas con mejor vocación turística, un debate de muchas aristas que se podría resumir en una sola cuestión: las exportaciones de carbón o de cualquier otro mineral durarán si mucho unos cuantos decenios, estropeando playas que tomaron milenios en formarse y podrían servir de escenario natural para atraer divisas durante siglos. La discusión no debiera durar más de cinco minutos. Y no habría durado ni siquiera eso si se hubieran desempolvado las declaratorias de recurso turístico nacional que pesan sobre Barú y Santa Marta, desde hace cuarenta años. Fueron la razón misma de ser de los llamados distritos turísticos, tan caros a cartageneros y samarios. Pero es que la falta de lógica de nuestros próceres es sencillamente abismal. Con todo, hay otra cara del asunto: muchos de los que cargan pancarta contra los puertos carboníferos son propietarios o urbanizadores de lotes costaneros y tienen en mente otras formas de depredación. La Dimar, un ente sui géneris que regenta puertos y costas con binóculos, llenó en tiempos pasados de concesiones las tierras costeras y, en sus narices, emprendedores irresponsables desecaron manglares y armaron defensas, malecones, espolones, muelles, hoteles y rellenos sin ton ni son, dañando zonas playeras en forma irremediable. De otros despelotes en centros urbanos o semiurbanos, ni hablar. Ese fue siempre botín de piratas, como se puede observar en Bocagrande, El Laguito o El Rodadero, a pesar de las innumerables advertencias que se hicieron a tiempo. El cuento de que la sobredensificación con grandes torres fue el precio involuntario de la inexperiencia es totalmente falso: alcaldes y concejales cartageneros y samarios propiciaron y siguen propiciando desafueros urbanísticos con absoluto consentimiento. Más de un ministro metió mano. De allí engendros como la torre de la Escollera en Cartagena, torcida por una ventisca. Como ése hay decenas de rascacielos playeros que se anuncian en periódicos y revistas. Por ejemplo, una empresa constructora pone docenas de avisos ofreciendo un bloque de treinta pisos a veinte metros del mar, en Playa Salguero (EL TIEMPO, 21-10-07), un sitio tranquilo con pocas construcciones al sur del Rodadero, donde la norma autoriza un máximo de cinco pisos. Una buena playa no debe cargar más de cuatrocientos bañistas por hectárea. La torre de que hablo pondría eso mismo en una décima parte del área. ¿Qué espera la Alcaldía? ¿Por qué los límites de protección establecidos hace más de cuatro décadas siguen burlados por tanto especulador de corbata? Los controles sobre playas deben reformularse a fondo, combinando fuerzas entre la autoridad municipal, turismo y medioambiente. Nada tiene que ver la Armada con eso. Raúl Jaramillo Panesso Consultor privado Los controles sobre playas deben reformularse a fondo, combinando fuerzas entre la autoridad municipal, turismo y medioambiente.
Finanzas
02 nov 2007 - 5:00 a. m.
Depredadores de playas
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