Las tardes de unos domingos cada vez más lejanos en el tiempo, pero aledaños al corazón, una figura presurosa irrumpía en la todavía nueva redacción de El Tiempo. Era el doctor Hernán Peláez Restrepo, ya entonces convertido en un referente colosal del periodismo deportivo, luego de destilar la ingeniería química y siendo aún el futbolista bendecido del colegio. Venía de El Campín, al terminar el partido que jugaban siempre a las 3:30 de la tarde Millonarios y Santa Fe, y todos los equipos, cuando no había ese popurrí de horarios ni transmisiones de televisión, y la radio y la voz presidían la fantasía. El doctor Peláez llegaba a la sede que el visionario Luis Fernando Santos había aterrizado en el 59-70 de los todavía potreros de la Avenida Eldorado, con los apuntes del partido que él mismo había transmitido. "Hola, joven", me saludaba, pues entonces yo lo era. "Doctor Peláez", le contestaba, pues él siempre lo había sido. Y se sentaba en el escritorio de Rodrigo Cobo Arzayús, director de Cronómetro, la revista que redactaba con ese escritor y periodista supremo que fue Mario Posso Jr. Alimentaba la máquina de escribir con una cuartilla precisa y se dedicaba a teclear sus ideas, antes de marcharse a responder por otro programa radial que resumía la jornada en un periplo por todas las ciudades del país. Los escritorios de Cronómetro hacían parte de un cubículo feliz, en el que se entreveraban varias secciones, separadas de la oficina pecera en que, a la misma hora, el maestro Carlos Caycedo organizaba las fotos para la edición del lunes. Allí estaba el lugar de María Antonia Llovell Escobar. Ella, que había venido de España acosada por la Guerra Civil, comenzó a firmar como 'Tony' la columna 'Buzón Femenino' desde el 15 de noviembre de 1966, porque todo el mundo pensaba que Gonzalo Arango la sacaba de la nada. Otro escritorio lo ocupaba el maestro cultural Antonio Cruz Cárdenas. Los iniciados nos alimentábamos de su sapiencia, como nos acogíamos a la corrección enaltecedora de otro perito, el irreemplazable Guarino Caycedo. Ese cuadro de la exposición de la vida lo repasamos en un minuto hace unas pocas horas el doctor Peláez y yo, cuando él me hizo el honor de firmarme el libro Las historias de Hernán Peláez, que el amigo Édgar Artunduaga le escribió y que también me rubricó más abajito. A pesar de las ráfagas de caos que impiden una lectura más concatenada del texto, es un documento incunable. Esfuerzo de un reportero acucioso para retratar a uno de los periodistas más importantes del país, que además tiene el sello indeleble de una estupenda persona. Carlos Gustavo Álvrez G. Periodista cgalvarezg@gmail.com
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12 oct 2012 - 5:00 a. m.
Doctor Peláez
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