Cuando hace ya casi 16 meses la quiebra del banco Lehman Brothers disparó las alarmas sobre el posible colapso del sistema financiero internacional, la respuesta de las autoridades de las principales naciones no se hizo esperar.
Tanto banqueros centrales como ministros de Finanzas, adoptaron decisiones que no tenían precedente en la historia del capitalismo. Fue así como se aprobaron multimillonarios paquetes de ayuda, consistentes en líneas de préstamo baratas y a largo plazo para garantizar la liquidez del sistema crediticio. También se autorizó la compra con fondos públicos de bonos y papeles, incluyendo aquellos que se habían vuelto imposibles de negociar en el mercado.
Pero la medida más audaz de todas consistió en la inyección de recursos estatales a las entidades en problemas. En términos prácticos dicho salvamento fue equivalente a una nacionalización parcial de instituciones que eran consideradas de primera línea. De tal manera, en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Italia y Suiza, entre otros, una multitud de bancos les vendieron acciones a sus respectivos gobiernos.
Uno de los grandes inspiradores del esfuerzo realizado fue Ben Bernanke, presidente del Banco de la Reserva Federal estadounidense, quien acaba de ser confirmado para un segundo periodo por el Senado de su país.
Con una larga trayectoria académica, este ex profesor de la Universidad de Princeton, es uno de los principales estudiosos de la Gran Depresión del siglo pasado, que sumió en la miseria a millones de personas en el planeta, durante más de una década. Dentro de sus trabajos más conocidos está uno que argumenta que el detonante en la profundización de la crisis de esa época fue la quiebra del sistema financiero.
Por tal motivo, cuando la burbuja inmobiliaria se reventó y empezaron a conocerse los estragos que dejaron las inversiones en papeles atados a hipotecas de mala calidad, Bernanke vio las similitudes con el pasado e impulsó el apoyo. El reto no fue fácil y durante varios meses el crédito estuvo detenido. No obstante, para mediados del 2009 ya era claro que la implosión del sector bancario había quedado descartada.
El problema es que el público no quedó contento con lo hecho. En diversas latitudes los ciudadanos consideraron injusto que los gobiernos rescataran a los banqueros cuyas irresponsabilidades habían generado la crisis, al tiempo que miles de personas perdían su casa o su trabajo. Además, diferentes entidades volvieron a la práctica de las bonificaciones millonarias, lo cual no hizo sino aumentar el descontento.
Dichas quejas tuvieron eco en distintas partes. En el Reino Unido, por ejemplo, la administración de Gordon Brown logró la aprobación de una ley que impone un impuesto marginal de 50 por ciento a la recompensa extraordinaria que obtenga un banquero. A su vez, en Estados Unidos, el propio Barack Obama trató de evitar tales pagos, aunque con poco éxito. Dentro de las explicaciones dadas es que la práctica en el sector es la de salarios básicos bajos, a los que se suman premios por buen desempeño.
Desmontar, entonces, esa política generaría una desbandada de la gente más capaz hacia otras actividades o hacia países en donde no está mal visto que los financistas ganen bien. Sin embargo, la rabia no ha pasado. En las últimas semanas, tanto la Casa Blanca como el presidente francés Nicolas Sarkozy han criticado las prácticas especulativas y han hablado de la necesidad de límites mucho mayores. En Estados Unidos, la Cámara de Representantes ya aprobó un proyecto de ley que prohibiría ciertas conductas consideradas riesgosas, aunque falta su paso por el Senado.
En respuesta, los banqueros han rechazado las propuestas y sostienen que una mayor regulación no sólo golpearía la rentabilidad del negocio y haría difícil atraer los capitales que se necesitan, sino que influiría negativamente sobre el comportamiento de la economía. Semejante contestación, no desprovista de arrogancia, hace prever que la disputa continuará.
En lugar de tratar de entender el rechazo del público y mostrar una cara menos antipática, los barones del negocio siguen empeñados en preservar el statu quo. Pero eso es casi un imposible político y le da herramientas a quienes quieren ponerle una camisa de fuerza a una actividad que no es la más popular por estos días.