Mientras el caos sigue siendo la constante en las calles de Puerto Príncipe, como consecuencia del devastador sismo que asoló a Haití hace ya casi una semana, diferentes voces han resaltado la importancia de pensar no solo en la atención inmediata de la tragedia, sino en el largo camino que sigue. Esos llamados a examinar las cosas en un plazo más largo deberían ser escuchados, a pesar de la atronadora cacofonía actual. Tal como ocurre en estos casos en los que la naturaleza deja una estela de muertos y damnificados, aparecen todo tipo de espontáneos, la mayoría con la honesta intención de ayudar, pero muchos que acaban siendo más un estorbo que un apoyo.
Eso es constatable en el caso de las agencias internacionales, que se movilizan y que revalidan su razón de ser a la hora de tratar de ayudar a los afectados, pero que actúan de manera desordenada, cada una siguiendo sus protocolos. Lo anterior para no hablar de los funcionarios públicos, incluyendo a los presidentes de la región, que quieren hacerse presentes en la zona del desastre, pero que distraen a las autoridades locales de sus verdaderas prioridades.
Una vez más, el protocolo acaba imponiéndose a las urgencias. El resultado es la rabia contenida -y en ocasiones abierta- de buena parte de la sociedad haitiana que ve pasar vehículos diplomáticos por las calles, con personalidades que los miran desde las ventanas como si observaran la realidad de un macabro museo. También están los abusos de los periodistas, que ante la presión de informar acaban hurgando en el drama de los sobrevivientes, sin seguir las más elementales normas de decoro y respeto que se requieren ante un cataclismo que ha dejado al menos 50.000 fallecidos.
Una devastación siempre es complicada de manejar para cualquier administración. Sin ir más lejos, muchos recuerdan el desespero de la población de Armenia cuando un sismo asoló el Eje Cafetero y las ayudas se demoraron en llegar. Esa desesperación se traduce en saqueos de almacenes, robos a mano armada y ataques en los que prevalece la ley del más fuerte. Pero para controlarlos es indispensable que haya organización estatal y que las jerarquías funcionen para que las fuerzas del orden puedan hacer su trabajo.
El lío en este caso, es que el gobierno haitiano quedó desmantelado. Buena parte de las sedes físicas de los ministerios se derrumbaron, mientras que centenares de altos funcionarios, al igual muchos integrantes del Congreso, perdieron su vida. Debido a esa situación, la estructura estatal, que ya era débil y en muchos casos inoperante, prácticamente desapareció.
Por tal motivo, antes de comenzar con la reconstrucción física, es necesario empezar con la que le permita a la administración de René Préval recuperar su legitimidad. Eso requiere ayuda internacional, pero al mismo tiempo discreción con el fin de que quienes lo perdieron todo, ahora no tengan la impresión de que en los escombros también quedó su soberanía.
Dicho esfuerzo debe venir acompañado de un esfuerzo de coordinación que no será fácil, pues aparte de los celos interinstitucionales, también está el apuro de diferentes naciones por aparecer al frente de la recuperación. Francia clama razones históricas y culturales, Estados Unidos recuerda que aloja a un enorme contingente de inmigrantes haitianos, mientras que Venezuela quiere pescar en río revuelto.
En medio de ese escenario surgen los desafíos prácticos. ¿Quién se encargara de la seguridad? ¿Quién de enterrar a los muertos? ¿Quién de los sobrevivientes? ¿Quién de la reconstrucción? ¿Cómo evitar la corrupción? La respuesta es que los llamados a intervenir son la ONU, la OEA, el BID y no muchos más. Son dichas entidades las que deben cooperar con el gobierno haitiano la puesta en marcha de una misión que debería reedificar no solo a Puerto Príncipe, sino a un país que con menos de 10 millones de personas y la mayor tasa de miseria en el hemisferio se merece un futuro con el que se superen los errores del pasado y se cierren las heridas del presente.