La torpe y porfiada guerra contra el tráfico de alucinógenos continúa su marcha sangrienta, ahora con el 'Plan México'. El presidente Obama se indigna porque funcionarios de su consulado en Ciudad Juárez perecieron entre las miles de víctimas del combate en la frontera. Importan más que el rastro de cadáveres en la estela de la equivocada política de interdicción que él patrocina sin asomo de enmienda.
Ante un conflicto aterradoramente cercano y visible, Hillary Clinton se desplaza a Ciudad de México y ofrece un paquete similar al Plan Colombia para combatir al crimen organizado. Se compone de apoyo a la modernización de las fuerzas del orden, ayuda tecnológica para obtener información sobre las maquinaciones del mal, modelos para que la justicia sea pronta y eficaz (con respeto por los derechos humanos) y hasta dineros dirigidos al camuflaje con programas sociales. No falta sino la presencia de 'asesores' (históricamente inaceptables para los mexicanos).
Ausente está el ropaje ideológico de los narcotraficantes de las Farc que despista a la izquierda romántica europea aficionada a las guerras ajenas, al cardenal Castrillón y a los que en el Congreso de E.U. recortan el Plan Colombia todos los años. En México, la lucha de los carteles con nombre geográfico es desnuda, sin más justificación que los billones de dólares de utilidades en el tráfico prohibido. Sobornan políticos y masacran como cualquier terrorista, pero a lo mero macho, llamando las cosas por su nombre.
Hillary ha reconocido una posible responsabilidad compartida en los hechos que enlutan a México. En tiempos de Pablo Escobar los responsables de que los alucinógenos transitaran de Colombia a su lugar de consumo estaban todos en Medellín. Una vez más, sin embargo, se impone la estrategia de combatir el tráfico en la fuente. Hay mea culpa sin modificar una política fracasada. Y la política no va a cambiar, porque en círculos decentes el tráfico y consumo de drogas no es tema de debate. Una carcasa de silencio cubre el tema.
Los Estados Unidos son una narcodemocracia por omisión. Pocos allí están dispuestos a revisar el nexo entre la propia parcial afición por los alucinógenos, la prohibición de su comercialización y las utilidades que de esa prohibición se derivan con los crímenes diarios que van desde Afganistán hasta Guatemala, para no hablar de los de sus propios guetos. Es como si en tiempos de don Sancho Jimeno, el héroe de Bocachica en 1697, se hubiese permitido debatir herejía abiertamente (las de los herejes que desde afuera estaban socavando la integridad del imperio español).
Empero, sería equivocado equiparar la ceguera norteamericana con hipocresía, aun si espectáculos como los dispensarios de marihuana dizque con fines medicinales inclinen a pensarlo. Una mayoritaria opinión todavía considera que legalizar los alucinógenos abriría las puertas a los peores males. No ve opción diferente a la prohibición absoluta, posición estimulada, sin duda, por quienes se benefician de esa creencia -organismos de interdicción, traficantes y los múltiples intereses que giran a su alrededor-.
México demuestra cuán improbable es una pronta revisión de la actitud hacia la droga por parte de Norteamérica y muchos otros países. Mientras tanto, sus males se multiplican. La inmutabilidad inspira medidas extremas. Quizá Evo Morales sea el hombre para liderar la firma de un tratado iberoamericano que obligue a liberar el cultivo, procesamiento y mercadeo de la coca. De la marihuana se van a encargar en California.