Recientemente, el empresario Luis Carlos Sarmiento Angulo propuso que el impuesto de patrimonio se extienda a todos los contribuyentes, generalizando la financiación de la seguridad, teniendo en cuenta que se trata de un servicio más que nos beneficia a todos. Más allá de las razones puramente recaudatorias, cuando se habla de imponer tributos o de extenderlos es necesario tener en cuenta otras consideraciones, entre ellas principalmente la equidad.
Si nos atenemos a las cifras oficiales, más de 95 por ciento del impuesto de renta es sufragado por las sociedades; se podría decir que el impuesto es justo porque sólo afecta a las compañías más grandes, pero debido a la perversión del sistema tributario colombiano, esta afirmación no es tan cierta.
En efecto, todos los impuestos que paga una sociedad disminuyen las utilidades a distribuir a sus socios o accionistas, de manera que, sin consideración a su capacidad económica o a la participación en el negocio, los impuestos de la población los afectan a todos en la misma proporción. Por ejemplo, si la tarifa combinada de impuestos de renta y patrimonio que paga una sociedad es 35 por ciento, todos sus socios o accionistas resultan gravados a esa misma tarifa, generando un efecto regresivo.
Siguiendo la tesis del empresario, está bien que todos los ciudadanos contribuyamos a financiar las cargas del Estado; lo que no está bien, es que sea en forma proporcional, marginando el principio de progresividad que contempla la Constitución Nacional y agudizando los defectos del régimen vigente en Colombia para los impuestos directos.
Si se desea extender a todos los contribuyentes el impuesto de patrimonio, cuya vigencia termina en el año 2010, lo sensato sería volver al sistema que rigió hace algunos años en Colombia, en el cual dicho impuesto se liquidaba en cabeza de las personas naturales, con una tarifa progresiva, como un complemento del impuesto sobre la renta; este mecanismo sí está en armonía con el mandato constitucional y cumple los objetivos de equidad y de justicia. Porque el sistema consulta la capacidad económica de cada individuo, en la medida que el impuesto se determina sobre su patrimonio personal, no sobre la porción aportada a las sociedades, cuyo monto es caprichoso y nada tiene que ver con la capacidad contributiva.
Por otra parte, en la forma de impuesto complementario, dicho gravamen sirve para diferenciar las rentas por su origen, registrando con mayor énfasis las ganancias producto de la explotación del capital, frente a las rentas de trabajo o las derivadas de la conjugación de los dos factores.
Bajo la legislación vigente, las mismas tarifas se aplican a todas las rentas, sin consideración a su origen. Pero las denominadas rentas perezosas, como los arrendamientos o los intereses, permiten descontar un 140 por ciento del valor de los bienes explotados, a través de las depreciaciones y el beneficio especial, o el componente inflacionario incorporado en los intereses, que fácilmente llega a 70 por ciento del valor del ingreso.
Por el contrario, para las rentas de trabajo no hay deducción alguna por la devaluación o el agotamiento del 'activo productivo'.