El cambio climático es una realidad inequívoca. Sus impactos en el mediano y el largo plazo constituyen la más grave amenaza para la supervivencia de las próximas generaciones. Y en el corto plazo las naciones en vía de desarrollo, que en su mayoría se localizan en el trópico, y por tanto experimentan las más altas temperaturas, además de contar con economías fuertemente dependientes de la agricultura, son las más expuestas a los potenciales daños provocados por el fenómeno, a pesar de su mínima contribución a la principal causa del mismo. O sea la emisión de los denominados gases de efecto invernadero -en especial dióxido de carbono-, provenientes del uso excesivo de los combustibles fósiles.
Desde la óptica de la ciencia económica, el cambio climático constituye la más profunda falla del mercado de la historia. Por ello, la forma más eficaz de inducir desde ahora su corrección consiste en el empleo de mecanismos del propio mercado.
De suerte que, dentro del marco de la teoría de las externalidades del economista inglés Cecil Arthur Pigou, a través de medidas de índole fiscal, sus costos y beneficios se reflejen en los precios de los bienes y servicios.
Específicamente, el primer paso en esa dirección debe ser la globalización de un sistema de 'topes y comercio' combinado con gravámenes a las emisiones de carbono, inspirado en la experiencia pionera de la Unión Europea, tanto en el ámbito de sus reformas tributarias ecológicas (Green Tax Comission de 1998), como en el mercado de los créditos de carbono -o sea compensaciones económicas a cambio de la reducción de aquellas.
El diseño de estas políticas conforma el reto más formidable en el futuro inmediato para la ciencia económica, así como para las autoridades ambientales.
La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que se realizará en Copenhague en noviembre del 2009, tendrá como misión medular ese cometido, dejando definido el camino a partir del 2012, cuando vence la vigencia del Protocolo de Kyoto.
El Grupo de los ocho (G8), como fase preparatoria de su participación en tan trascendental asamblea, ya acordó proponer allí la adopción de una meta global de reducción de emisiones de carbono del 50 por ciento para el 2050 con relación a los niveles alcanzados en 1990, año que constituye la línea de base o referencia sobre la cual se habrán de fijar los nuevos compromisos.
Ahora bien, la deforestación, principalmente en las zonas tropicales húmedas -dentro de las cuales la Amazonia ocupa de lejos la mayor porción-, es la segunda fuente en importancia de las emisiones de la tierra, después del sector eléctrico, al explicar cerca de la quinta parte de dichos flujos. Pero al interior de la franja tropical del planeta que habitamos, alcanza a equivaler a una tercera parte del total. Es decir, su principal causa.
¿A qué responde tal flagelo? Pues al costo de oportunidad representado por la tarea de proteger y conservar el bosque -a la que todavía no se le reconoce remuneración alguna de parte de la sociedad-, frente a los rendimientos económicos generados por su destrucción y posterior conversión a usos diferentes. Lo cual coloca a aquella acción prestadora de servicios ambientales, que debería ser la salida óptima a la luz del interés general, en una ostensible desventaja ante otras opciones más 'productivas' desde el ángulo privado.
En este proceso, las alternativas típicamente preferidas suelen ser la agricultura comercial (incluidos los cultivos ilícitos), la siembra de pastos para ganadería, y la construcción de infraestructura.
El más importante argumento a favor de la concesión de créditos de carbono -o compensaciones económicas- a cambio de la deforestación evitada, como se le llama comúnmente en la jerga del la ciencia del cambio climático, se relaciona con su evidente efectividad desde el ángulo de los costos.
El informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (PCC por su sigla en inglés), calcula que la emisión de 2 mil millones de toneladas de dióxido de carbono podría evitarse por menos de 20 dólares cada una desde ahora hasta el 2030.
Por su parte, Nicholas Stern, contratado por el anterior primer ministro de Gran Bretaña Tony Blair para estudiar la economía del cambio climático, sostiene que las emisiones causadas por esa práctica depredadora podrían disminuirse a la mitad a un costo mucho más modesto.
De todas formas, cualquier escenario coloca a la deforestación evitada como la vía más económica y, al mismo tiempo, como una de las salidas más equitativas y eficientes en el planeta para la mitigación efectiva del cambio climático.
Stern estimó hace tres años que una hectárea de bosque convertida a pastos generaba un ingreso de 2 dólares por año; 1.000 dólares en soya o palma de aceite; o, por una sola vez, entre 240 y 1.035 dólares por concepto de la venta de madera. Mientras que con el reconocimiento de créditos de carbono a precios de mercado se podría alcanzar la suma de 17.500 dólares por el solo hecho de conservarla intacta.
En conclusión, no debe caber duda de que la deforestación evitada tiene que ser una de las máximas prioridades de la humanidad. Sin embargo, la normatividad internacional no ha creado aún incentivo alguno al servicio de esa causa.
La principal razón yace en que hasta hoy no se han propuesto ni contemplado proyectos de escala suficiente como para poder enfrentar adecuadamente las preocupaciones sobre las denominadas 'fugas', o sea los riesgos de que de una área protegida o controlada de la deforestación se desplace hacia otra área que no esté intervenida.
La solución, en consecuencia, tiene que partir de la formulación y ejecución de 'megaproyectos' que cubran espacios geográficos suficientemente amplios, cuya administración y monitoreo les debería corresponder a unidades territoriales altamente especializadas y dotadas de las más modernas tecnologías para tales propósitos.
En esa dirección, lo ideal es que cualquier tipo de remuneración bajo la modalidad de créditos de carbono, en vez de otorgarse a proyectos individuales aisladamente considerados, estuviera ligado a la deforestación evitada a nivel nacional o, al menos, sub-nacional, con relación a una línea de base o referencia.
En el caso colombiano el esquema de proyectos subnacionales es el que más beneficios arrojaría, debido a su relativamente baja tasa de deforestación. Además, un programa único de escala nacional tropezaría con las dificultades propias del orden público.
En efecto, mientras que la tasa promedio de deforestación de los primeros 20 países en el mundo por área cubierta en bosque -grupo al cual pertenece Colombia-, es del 0,48 por ciento, la de Colombia es apenas del 0,1 por ciento.
En contraste con los demás países amazónicos miembros del grupo como Venezuela (0,6), Brasil (0,55), Bolivia (0,45) y Perú (0,1).
En cuanto a la Amazonia, semejante empeño debería coordinarse entre las naciones que hacen parte de la misma a fin de formular un programa integral para ser presentado en la cumbre de Copenhague, con la mira de alcanzar el reconocimiento internacional y la participación de los países que podrían ser la contraparte del mismo.
Es decir, aquellos 'ambientalmente endeudados'. O sea, los más grandes compradores potenciales de créditos de carbono provenientes de la reducción de la deforestación en la Amazonia, comenzando por los miembros del G8.
Si no se aprovecha la cumbre de Copenhague para asegurar la incorporación del freno a la deforestación -además de la reforestación, la forestación y los bosques en pie-, al segmento de actividades elegibles para los mercados globales de créditos de carbono, la humanidad habrá perdido la invaluable oportunidad de contar con un instrumento sin par en términos de efectividad, eficiencia y equidad, destinado a enfrentar la más grande falla de mercado de su historia. Y habrá puesto en grave peligro la seguridad vital de las generaciones por venir.
Finanzas
11 nov 2008 - 5:00 a. m.
El momento de la Amazonia
El momento de la Amazonia
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