En el mundo hay museos buenos, regulares y malos. Los buenos se caracterizan por la calidad de sus colecciones y la relevancia de sus exposiciones. Los malos suelen ser pretenciosos, excluyentes e intrascendentes. Entre unos y otros abundan los que huelen a naftalina y dejan en la memoria la imagen de guardias huraños y letreros que piden 'no tocar'.
Pero también hay museos extraordinarios. Son aquellos que logran recoger las fibras esenciales de una cultura, no para guardarlas en bodegas subterráneas ni para exhibirlas bajo vidrios blindados, sino para ponerlas donde deben estar: adornando con gozo el alma de la gente.
Uno de esos lugares es el Museo del Caribe, inaugurado hace dos semanas en pleno corazón de Barranquilla. Y cuando digo que se trata de un lugar extraordinario no estoy siendo generoso ni chauvinista. La generosidad es un activo que escasea en estos tiempos difíciles, y el chauvinismo es un acto de ingenuidad bastante parecido a la estupidez de desconocer que este país está pegado con babas. Digo que este es un museo extraordinario porque alcanza el objetivo improbable de capturar la esencia del espíritu Caribe, para clavarlo como un alfiler de oro en el orgulloso pecho de su pueblo.
Hay varias maneras de describir el Museo del Caribe. La descripción oficial habla de un edificio que consta de cinco salas dedicadas a la naturaleza, la gente, la palabra, la acción y la expresión del Caribe, y de una sexta sala dedicada a García Márquez que se inaugurará en el segundo semestre de este año.
La descripción personal habla de tres cosas: una investigación abrumadora, una pedagogía admirable y una sorpresa inagotable. Dicen los que saben que el proceso de creación del Museo tomó cerca de diez años, y yo les creo. Es pasmoso el volumen de investigación que hay detrás de la precisa recreación de los ecosistemas de la región caribe colombiana; de la respetuosa exploración de sus diversas etnias y sus cosmologías; de la gozosa incursión en la alquimia de su cocina; de la cuidadosa recopilación de la tradición oral y escrita de sus gentes.
Pero más pasmoso aún es el sofisticado ejercicio pedagógico que propone el Museo. Todo aquel que se haya preguntado alguna vez en su vida cuál es la mejor manera de enseñar un concepto o de transmitir un mensaje, encontrará allí una mina de oro. El Museo del Caribe demuestra que cualquier proceso de aprendizaje puede ser una auténtica fiesta, y de esa manera pone una carga de profundidad en la base del anacrónico, punitivo y autoritario sistema educativo colombiano. Vamos a ver si se dan por enterados...
¿Y la sorpresa? Podría hablar de la que producen esas ganas irrefrenables de colarse por una pantalla de video para seguir los pasos de los Arhuacos, o el arrullo envolvente de las historias que nos cuenta un anciano en la puerta de su rancho, o la tremenda parranda que se arma en el último salón, ese del que todo el mundo habla. Pero hay una sorpresa aún mayor: la de ver la manera amorosa como el Museo le entrega a su gente sus raíces, en un ritual maravilloso que debería repetirse en todos los rincones del país a ver si algún día deja de estar pegado con babas.
Finanzas
07 may 2009 - 5:00 a. m.
Orgullo Caribe
El Museo del Caribe demuestra que cualquier proceso de aprendizaje puede ser una auténtica fiesta.
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