Todos hemos defendido la producción nacional como un prerrequisito de desarrollo de nuestras economías, mientras Estados Unidos planteaba lo contrario y estaba dispuesto a tomar retaliaciones con los Estados que obraran contra el libre comercio. Así se estableció y se impuso la globalización.
Los países Latinoamericanos fueron mutando de un modelo proteccionista de los años 60, a uno de libertad de mercados, y a partir de los 80 optaron por la internacionalización y apertura. Colombia inició ese proceso a finales de esa década en el gobierno de Virgilio Barco, y luego lo profundizó con la apertura en la administración de César Gaviria. Quién no estuviera con esa idea era objeto de ‘burla’, por anacrónico y desactualizado.
Hubo empresas que desaparecieron, otras se transformaron y muchas nacieron con las nuevas reglas de la libre competencia. No cabe duda de que los grandes beneficiados fueron los consumidores, a quienes se les abrió el abanico de opciones para decidir en precio, calidad y servicio. Los productores debieron ajustarse a esa realidad para enfrentar al nuevo escenario del ‘imperio del consumidor’, pero la realidad comprueba que nos ha faltado mucho en el proceso para mejorar la calidad e innovar para competir, como lo propuso el informe Monitor que dirigió el profesor Porter. Sectores como el del calzado, las manufacturas de cuero y los textiles son una muestra del poco avance alcanzado.
Hay que reconocer que la globalización ha dejado damnificados, y por eso requiere ajustes, pero resulta imposible regresar a un modelo autárquico y cerrado, en el que los privilegios para unos afecta al resto de la sociedad. Los países y sus gobiernos tienen mecanismos para estimular la innovación y la competitividad, lo cual es distinto a proteger la ineficiencia. Y el orbe no conoce mejor ejemplo de ese empuje y modernización que Estados Unidos.
Por eso causa gran sorpresa el pregón del nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien se declara damnificado de las reglas del libre comercio, que su mismo país promovió y defendió, e impuso en el mundo por mucho tiempo. Ahora Trump afirma: “a partir de ahora, será América primero. Cada decisión que tomemos en comercio, impuestos, inmigración, asuntos exteriores se tomará en beneficio de los trabajadores americanos y de las familias americanas”.
Gracias al desarrollo tecnológico, el capital, en su sentido más amplio, es internacional, y no puede ser de otra manera. A nadie le importa desde qué país se le está prestando un servicio técnico que requiera, pues lo que interesa es solucionar el problema; tampoco en dónde está localizada la planta de producción de bienes, con tal de que haya calidad y buen precio.
Trump es una realidad, y bajo su mando EE. UU. arranca una nueva era, llena de sobresaltos mediáticos y también de profundos cambios –que nadie sabe hasta dónde llegarán–, que obligarán al resto de las naciones a prepararse, acomodarse, o repudiar las maneras y estilo que implica el proteccionismo y el nacionalismo.
Sin embargo, hay un hecho que no se puede desconocer y que no se sabe si está muy presente en la mente de quienes deciden: Estados Unidos tiene 320 millones de habitantes y en el mundo hay más de 7.300 millones, lo que representa un poco más del 4 por ciento del total, y en términos del PIB, es poco menos de la cuarta parte del global, lo que hace obligatoria una interdependencia y necesidad mutuas en la política, la economía, la seguridad y la ciencia, entre otros. Por eso, no es nada tranquilizadora la fricción que está empujando el nuevo inquilino de la Casa Blanca.
Mario Hernández Zambrano
Empresario exportador
mariohernandez@mariohernandez.com
columnista
¿Hacia un nuevo mundo?
La globalización ha dejado damnificados, y por eso requiere ajustes, pero resulta imposible regresar a un modelo autárquico y cerrado.
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Mario Hernández Zambrano
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