La única forma de entender la conflictiva frontera entre Estados Unidos y México, explica Francisco Cantú en este oportuno libro, es dejar de lado los números, las estadísticas, el medio billón de dólares del comercio bilateral y, sobre todo, el furor sobre el ‘muro’, ya que éstos sólo te dejan entumecido y son un obstáculo a una verdadera comprensión de la situación. En cambio, para llegar al meollo del asunto, debes dirigirte a la frontera, mirar las caras de su gente y escuchar sus historias.
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Entre 2008 y 2012, Cantú fue un agente de la Patrulla Fronteriza de EE. UU. en los matorrales de Arizona, Texas y Nuevo México. ‘La Línea Se Transforma en Río: Una Crónica de la Frontera'’ es su excelente relato de lo que descubrió allí.
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Cantú, un mexicano-estadounidense de tercera generación, creció cerca de la frontera. Su madre trabajó para el Gobierno como guardabosques la mayor parte de su carrera. Él asistió a la universidad, estudió relaciones internacionales, aprendió sobre política e historia fronteriza y se graduó con honores.
Luego eligió su improbable carrera. “¿No crees que hay mejores carreras que ser en un policía fronterizo?”, le preguntó su madre. “No creo que exista una mejor forma para realmente entender ese lugar”, respondió Cantú.
A los 23 años, se unió al organismo de seguridad más grande de Estados Unidos. Le caían bien la mayoría de sus colegas: todos hombres, la mitad de ellos latinos, la mayoría de los cuales buscaban una nueva carrera profesional en la frontera, es decir, una nueva vida, muy similar a los migrantes que estaban supuestos a atrapar.
Se pasaban los días a la escucha de ‘señales del sensor’, escaneando el desierto con gafas infrarrojas y buscando ‘huellas’ de ‘traficantes’ y migrantes en los matorrales.
Muchos de los migrantes se dan por vencidos a mediados de su recorrido, muchos otros mueren.
Cantú recuenta lo que le dijo a una pareja perdida, abandonada por su guía, refugiada en una iglesia: “Las cosas en la frontera se pueden poner muy feas”. Bueno, sí, le respondió el esposo y futuro padre, pero se ponen aún más feas donde vivíamos.
La narrativa del libro se desarrolla a través de viñetas como ésa: es tierna y lírica, presentando cada historia con una singular gracia que no cae en la sentimentalidad, a través de una prosa tan nítida como una brisa en el desierto.
Cantú, un becario Fulbright, empezó a sufrir de pesadillas, ya que para él la frontera es mucho más que una línea trazada en la arena. Es una membrana metafísica que separa dos estados mentales opuestos que buscan la reconciliación.
De un lado, se encuentra el zumbido del aire acondicionado del centro de monitoreo de Tucson, donde Cantú se adormecía con las transmisiones de televigilancia CCTV y los informes de inteligencia.
Del otro lado — aunque no tiene una ubicación física precisa — se encuentra el miedo. Un día, Cantú llevó a una mujer de 46 años a un centro de detención, procesó sus papeles, y se sorprendió a sí mismo cuando, como Cristo, le lavó sus pies ampollados. En ese momento reconoció que “finalmente estaba viendo la devastación”. Poco después, se retiró de su cargo.
La frontera de 2.000 millas entre Estados Unidos y México siempre ha sido más vaga en la realidad que en las mentes de los políticos o en los mapas. Cuando se definió por primera vez en 1848, los agrimensores de una comisión bilateral comentaron sobre la naturaleza ‘arbitraria’ de la frontera y la naturaleza ‘impracticable’ de su trabajo.
No ha cambiado desde entonces. Ésa puede ser la razón por la cual el libro no menciona el ‘muro’. La noción es inverosímil. También es violenta. Las restricciones fronterizas hacen que los cruces sean más peligrosos, por lo tanto, son más rentables para los traficantes y, por ende, un atractivo complemento a las carteras comerciales de las pandillas transfronterizas.
En cambio, están las personas. No números, sino personas. Cada estadística sobre un ser humano, se dijo Cantú a sí mismo, es un gran número “multiplicado por uno”.
Esto se convirtió en el mantra de Cantú para reconstruir su humanidad, que estaba siendo destruida por la naturaleza burocrática de su trabajo y las “lesiones morales” que padecían él y sus colegas. También, encontró su expresión en la historia de José, que ocupa el último tercio de su libro.
José, un inmigrante que vivió en EE. UU. durante 30 años, era un padre casado con tres hijos y compañero de Cantú en su nuevo trabajo en la cafetería de un centro comercial de El Paso. Todos los días, compartían un burrito en el desayuno.
Un día, José regresó a México porque recibió noticias de que su madre se estaba muriendo. Conocía los riesgos y, de hecho, no lo dejaron entrar cuando intentó regresar después del funeral.
Presentó apelación tras apelación. Los testimonios sobre el impecable carácter de José se abultaron en los archivos. Era trabajador, honesto, religioso y amaba a su familia, el perfecto ejemplo de lo que siempre ha aspirado ser EE. UU.
Pero estas cualidades no fueron reconocidas por los procesos burocráticos. José fue deportado, trató de reunirse con su familia, pero fue capturado y enviado de vuelta. Lo intentó de nuevo y falló; y siguió intentando.
José le explicó a Cantú por qué lo seguirá intentando. Su razonamiento no era una cuestión de derecho ni siquiera de justicia, sino de algo mucho más grande. “Es complicado”, explicó. “No quiero causar daño, pero tengo que infringir la ley. Es una necesidad emocional, de amor”.
Como sugiere Cantú, también es la razón por la cual otros inmigrantes seguirán viniendo, sin importar los obstáculos que se interpongan en su camino. Negar esta realidad perjudica a todos en ambos lados de la frontera.
John Paul Rathbone