El país está enmarcando su discusión pública ambiental alrededor del falso dilema de escoger entre desarrollo o medioambiente. Como si fueran incompatibles y excluyentes entre sí, en medio de una discusión que tiene más de visceral que de racional, y en la cual se han tomado decisiones al vaivén de lo que griten las barras. Parte del problema radica en que tenemos, de un lado, a las autoridades que deben promover el desarrollo económico y social del país y, del otro, una institucionalidad ambiental que no tiene la fortaleza que se requiere. Hace falta un árbitro legítimo que decida y resuelva controversias alrededor de políticas, programas y proyectos cuestionados por sus impactos ambientales.
Se olvida que esta disyuntiva (medioambiente o desarrollo) fue resuelta hace más de 25 años por la comunidad internacional (170 países), en la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de Río de Janeiro (1992). Se parte de una mirada antropocéntrica: no se trata de cuidar o proteger el medioambiente por sí mismo, como lo plantean los proteccionistas radicales. Tampoco es el desarrollo a ultranza, con mirada cortoplacista e irresponsable, sino de que el ser humano debe ser el centro de las preocupaciones cuando hablamos de desarrollo sostenible: vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza.
Es importante entender que el desarrollo sostenible no hace referencia exclusiva a preservar los recursos naturales para futuras generaciones. Incluye atender las necesidades de la población. De hecho, en Río se plantea que hay un verdadero derecho al desarrollo, que “los Estados y todas las personas deberán cooperar en la tarea esencial de erradicar la pobreza como requisito indispensable del desarrollo sostenible, a fin de reducir las disparidades en los niveles de vida y responder mejor a las necesidades de la mayoría de los pueblos del mundo”. Complementa, resaltando que la forma de “tratar” las cuestiones ambientales es fomentando la participación ilustrada de la ciudadanía en la toma de decisiones, así como acceso efectivo a procedimientos judiciales para resarcimiento si las decisiones tomadas le causan perjuicios.
Pero nuestras instituciones públicas gubernamentales no tienen un diseño estructural adecuado para atender el reto de desarrollarnos de forma sostenible. De una parte, están los ministerios y autoridades encargados del desarrollo económico y de superar la pobreza. Del otro, las autoridades ambientales encargadas de proteger y preservar nuestros recursos naturales. No comparten objetivos y metas: esto es gravísimo porque deja la discusión ciudadana en un diálogo de sordos entre polos opuestos, sin un árbitro legítimo y con credibilidad que haga un balance y decida con base en el interés público, (desarrollo sostenible).
Es evidente que el país requiere un cambio estructural en su forma de abordar los retos del desarrollo sostenible. En el sector productivo formal, de las grandes industrias y proyectos (minería, petróleo, electricidad, vial), se tiene una mirada pragmática. El foco está en lograr eficiencia en tiempos y predictibilidad en los resultados del proceso de licenciamiento ambiental, consultas previas. De allí el atractivo de ideas como la ventanilla única o meter a un fast track los proyectos de interés estratégico.
Ello es necesario, no lo discuto porque es pragmático, pero estructuralmente se requiere una transformación desde el Gobierno Nacional para que la autoridad correspondiente tenga la responsabilidad del desarrollo sostenible en sus dos componentes: impulsar el desarrollo económico y conservar los recursos naturales. Esto acompañado de un fortalecimiento del Sistema Nacional Ambiental (Sina) en sus entidades encargadas de evaluar los impactos de políticas, programas y proyectos, y controlar su ejecución.
Alejandro Martínez Villegas
Exviceministro de Minas y Energía