Acabados de cumplirse 65 años del magnicidio de Gaitán, episodio que marcó un hito en la historia política y social del país, la gente sigue preguntándose qué hubiera pasado si las balas asesinas no hubiesen impedido la segura Presidencia del caudillo para el periodo de 1950. Se trataba de un auténtico líder popular, producto de su esfuerzo personal, de clara tendencia socialista, nunca militante del partido comunista, por cierto, su atacante como candidato presidencial.
Su plataforma del Colón de 1947 es un claro programa socialdemócrata. Posiblemente, se hubiera producido el verdadero relevo de la clase política, hasta hoy imposible por la sucesión de clanes y familias en el poder. Posiblemente, y por razones distintas, se ha formulado la misma pregunta si Rojas Pinilla hubiese llegado a la Presidencia en 1970. Lo único que puede aventurarse es que nos hubiéramos evitado el surgimiento del M-19 con toda su estela de violencia.
Muchas cosas cambiaron, sí, para mal, con el crimen de abril. Desapareció el tranvía y Bogotá pasó de gran amable aldea a la enorme selva de cemento, prácticamente sin ninguna cohesión social. Se acentuó la ‘violencia’ partidista, iniciada con la derrota liberal en 1946. Cifras no confirmadas muestran que más de 300 mil colombianos –en su gran mayoría humildes campesinos– perdieron la vida de manera violenta, y se produjo el gran desplazamiento y desarraigo, aún no erradicado.
En 1950, por falta de garantías para el liberalismo, fue elegido de forma solitaria el candidato conservador Laureano Gómez. El país se manejó al amparo de la legalidad marcial con la figura del ‘Estado de Sitio’. Tuvimos el único golpe de cuartel en el siglo XX cuando Rojas Pinilla (movido por un sector del Partido Conservador) derrocó al Presidente. Y para restablecer la institucionalidad se votó el Plebiscito de 1957, que permitió a liberales y conservadores repartirse el poder por 16 años.
El Frente Nacional dejó honda huella en la política colombiana. Desaparecieron los grandes debates de control político. El reparto de la burocracia reemplazó el debate ideológico. Prácticamente se borraron las fronteras entre los partidos y se estableció una especie de partido único. En 1986, Virgilio Barco pretendió restablecer el juego democrático, con su esquema gobierno-oposición, pero pronto se volvió al reparto de la burocracia entre los partidos, reeditando el Frente Nacional. Y en esas estamos.
Por eso, dejando de lado las descalificaciones personales y el empleo de la mentira como arma de oposición, no debería sorprendernos que existan divisiones entre los ciudadanos sobre temas claves como la paz o la guerra, el alcance de los derechos, el manejo de la economía, el papel del Estado, para citar unos cuantos tópicos.
Ojalá saliéramos de ese marasmo y tuviéramos verdaderos partidos (no empresas burocráticas repartidoras de avales electorales) para que los ciudadanos pudieran escoger entre varias opciones. Con las prácticas actuales no sería posible el surgimiento de movimientos como el gaitanismo, el MRL o el Nuevo Liberalismo.
No le temamos, pues, al debate. Es necesario y siempre oportuno.
Alfonso Gómez Méndez