Otra vez los ex- presidentes. Colombia es un país singular en la región por muchas razones: por no tener movilidad política y solo existir un cambio de los mismos apellidos; por tener uno de los niveles de desigualdad más altos en América Latina; por padecer un extraño y sangriento conflicto, el más viejo e insoluto en el mundo; por no tener claros partidos de gobierno y oposición; por premiar, antes que castigar, el transfuguismo político; por desconocer su historia, aun la más reciente, lo que se convierte en amplio espacio para el cinismo; por poseer una de las tasas de desempleo más altas en el hemisferio, y por no tener una clara separación de los poderes públicos.
Pero entre las particularidades más significativas está la de la institución expresidencial. En ninguna parte del mundo, los antiguos jefes de Estado pesan, deciden, inciden y molestan tanto al mandatario de turno como aquí. En México, los presidentes en ejercicio, sobre todo en las pasadas épocas del PRI, son muy poderosos durante su periodo de seis años, pero al día siguiente de dejar el mandato se dedican a la academia, a escribir sus memorias, a sus nietos, a cultivar tomates o a cuidar pájaros de todas las especies. Solo nosotros los seguimos llamando ‘presidentes’ años después de haber cesado en el ejercicio del mando. En Estados Unidos solo les vuelven a dar el trato de ‘presidentes’ para la historia, el día que abandonan este mundo. Aquí, en una época, los noticieros de televisión se distribuían equitativamente entre las casas ‘expresidenciales’.
La Constitución de 1991 quiso acabar con ese pasado fardo prohibiendo para siempre la reelección presidencial, pues mientras se permitía, así fuera mediata, alrededor de los antiguos jefes de Estado se creaba un círculo de aduladores que les decían permanentemente que el pueblo los esperaba ansiosamente para que volvieran a dirigirlo.
El error histórico que cometió el Gobierno anterior con el apoyo del Congreso, integrado por muchos de los amigos que hoy lo desconocen, al permitir la reelección inmediata, retrocedió cien años el reloj de la historia. A partir de ahí, no solo el periodo presidencial quedó en la práctica de 12 años, sino que abrió posibilidades para los exmandatarios de seguir en la política, con la remota esperanza de volver a habitar la casa que fuera de don Antonio Nariño. Y, por lo tanto, como se dice en el argot popular: ‘hablan más que una lora mojada’.
A partir del 2014, debería, de una vez por todas, volver a prohibirse la reelección presidencial, no inmediata, sino para siempre. Se podría entonces pensar en ampliar los periodos presidenciales a seis años sin reelección, con la posibilidad de revocatoria del mandato a partir de la mitad del mismo.
Si hacemos eso, probablemente no volvamos a tener las garroteras de estos días, en las cuales quienes tuvieron las palancas del poder, dan lecciones de cómo debe hacerse lo que ellos no lograron cuando regían los destinos de la Nación.