Son muchos los casos registrados alrededor del mundo sobre sacerdotes católicos que han protagonizado dolorosos episodios de abuso sexual a menores, provocándoles enormes traumas que permanecen en sus mentes, atormentándolos a lo largo de su existencia y afectando el desarrollo de sus vidas y las de sus familias.
Estos lamentables hechos no solo son una dramática contradicción con la imagen sagrada y respetable del sacerdote, sino además una afrenta a la institución de la Iglesia Católica y a sus valores inspirados por el mismo Dios.
No menos sorprendente ha sido la actitud de jerarcas de la Iglesia Católica que, por muchos años, en lugar de actuar de una manera firme y ejemplarizante, para castigar y reprimir a los responsables de tan abominables delitos y cortar de tajo tales prácticas, utilizaron el secreto para que esos abusos no afectaran la imagen de la iglesia, tratando inútilmente de tapar el Sol con las manos, y limitándose a medidas inefectivas como cambios de residencia de los responsables e indemnizaciones a las familias de los afectados.
Seguramente, estos episodios y estas actitudes han provocado la crisis de vocaciones sacerdotales y el alejamiento de muchos fieles de su iglesia tradicional, como ha ocurrido en algunas regiones de EE. UU y en países intensamente católicos como Irlanda.
Una causa principal de esta desventurada experiencia ha sido el celibato, institución que prohíbe el matrimonio a los sacerdotes católicos.
Aunque debe haber poderosas razones que lo sustentan, mi sentido común me hace pensar que el celibato es algo anti-natural, pues se opone a la naturaleza del hombre; a sus instintos, aspiraciones y sueños, y a la decisión divina de crear una mujer para el hombre, por considerar que no es bueno que este esté solo.
Además, el matrimonio y el mismo goce sexual en este son un invento de Dios para estructurar y fortalecer la familia y garantizar la proyección en el tiempo del género humano.
Aunque la actitud sigilosa de las autoridades eclesiásticas frente a este enorme problema ha tendido a cambiar en los últimos años, si bien no en forma radical, solo el nuevo y refrescante aire que ha traído a la iglesia el papa Francisco alienta alguna esperanza de cambio.
Un papa que ha desafiado el boato tradicional de la curia romana, que ha cuestionado a un obispo por viajar en primera clase en los aviones, que ha seguido llamando por teléfono a su viejo amigo vendedor de revistas en un puesto callejero en Buenos Aires, que ha introducido en sus discursos como pontífice expresiones sacadas del lunfardo, la jerga de los barrios bajos de la capital argentina, que celebra alborozado con los jugadores el campeonato de fútbol obtenido por el San Lorenzo, su equipo favorito de toda la vida, un papa insólito como este, y que, por otra parte, cuestiona los efectos del capitalismo sobre los más desfavorecidos, que se ha propuesto luchar contra la pobreza y la inequidad, por establecer una sana trasparencia en las finanzas del Vaticano y que se ha empeñado en rescatar los valores fundamentales del cristianismo, así como el respeto y la apertura a otras tradiciones religiosas, y a las iglesias cristianas no católicas, porqué no podría utilizar el mismo desenfado y la misma decisión transformadora para emprender el derrumbe de una institución tan discutible y que ha generado efectos tan perniciosos como es el celibato.
Camilo Aldana Vargas
Consultor privado