Como no había ocurrido en la historia reciente de nuestro país, las marchas ciudadanas de este año catalizaron espontáneamente un sentimiento compartido por la inmensa mayoría de los colombianos en contra del secuestro, la violencia y el terrorismo.
La del domingo pasado -con conciertos en más de mil capitales de municipios y celebraciones en importantes ciudades en el exterior - no tuvo solamente un aire de protesta contra la arrogancia de la barbarie que hemos tenido que soportar por tantos años, sino que dejó ver un amor de patria del que muchos no alcanzamos a recordar expresión comparable. El motor de esa extraordinaria manifestación colectiva no es otro que el haber recuperado la esperanza en el futuro de Colombia. Y la base de ese futuro no es nada distinto a que podamos vivir tranquilos y en paz.
Ahí radica el fundamento del inmenso apoyo que los colombianos le hemos dado ya en dos ocasiones al presidente Uribe, a su política de seguridad democrática y a su empeño, a su terca obstinación por sentar las bases de una convivencia pacífica entre los colombianos. Con diferencias sí, pero con un acuerdo fundamental acerca de la forma de tramitarlas: sin violencia y sin armas.
No es que los colombianos nos hayamos vuelto de repente más sensibles al drama injustificable del secuestro, ni que por fin nos hayamos hastiado de la destrucción, de la muerte y de la sangre que corren abundantes por cuenta del terrorismo en esta tierra. Y aunque hayamos avanzado en muchas materias, tampoco podemos decir todavía que no haya motivos de preocupación por el drama de la pobreza, por las grandes diferencias, por la falta de oportunidades en Colombia.
En lo que estamos de acuerdo ahora es en que lo que alguna vez fuera tal vez consecuencia desafortunada -la violencia- hoy es la causa -el terrorismo. Porque mientras existan va a ser muy difícil prosperar. Y sin prosperidad no hay cómo hacerle frente a la pobreza, va a ser más difícil que más compatriotas tengan mejores oportunidades. Desde el 2002 hemos sido testigos de un cambio en la actitud y en el actuar del Gobierno frente a la violencia y sus actores.
Un cambio que ha producido resultados palpables, avalados por cifras que muestran disminuciones significativas en el número de atentados, de masacres, de secuestros y un aumento importante en las deserciones de los grupos terroristas. Quienes parecían intocables, sus cabecillas, ya están muertos o extraditados algunos y los otros huyen bajo el asedio implacable del ejército.
Sus escudos humanos, los secuestrados, comienzan a retornar a sus hogares, de donde nunca debieron irse. Los últimos, gracias a ese 'Jaque' magistral, que los colombianos querremos recordar una y otra vez.
Se ha acabado con el mito de la imposibilidad de derrotar militarmente a la guerrilla o de forzarla a una negociación.
Nuestras fuerzas armadas -con perseverancia e inteligencia- han inclinado definitivamente la balanza a favor de la paz y de la democracia, confinando ahora sí a las montañas a quienes se ufanaban de estar allí para encabezar con torcido romanticismo sus proclamas de guerra. Con un liderazgo construido sobre la paciencia laboriosa del que tiene muy claro a dónde quiere llegar -el que domina la paciencia lo domina todo, dicen los chinos- se ha ido mostrando un camino que hoy nos tiene a todos soñando con un país en paz. Con una esperanza de que pueda ser realidad, que es la que nos llevó a salir antes, y nos hará salir en adelante cuantas veces sea necesario, para hacerle saber al mundo que lo vamos a lograr.
GaitanCamilo@etb.net.co
El poder de la esperanza
Y sin prosperidad no hay cómo hacerle frente a la pobreza en Colombia.
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Camilo Gaitán
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