Informa el Banco de la República que desde el 20 de junio se exhibe en el Museo Nacional de Arte Antiguo, en la bella e infortunadamente ardiente capital de Portugal, la Custodia de la Iglesia de San Ignacio, más conocida como ‘La Lechuga’, tesoro del arte barroco que pudo ser mío.
En realidad pudo ser nuestro. Es decir, de un grupo de amigos que estudiamos en el Colegio Mayor de San Bartolomé a finales de los años 60 y comienzos de los 70. Es un pasado tan lejano como inolvidable, amalgama de partidos de ‘pelota de pie’, comida en la ‘Cooperativa’, lectura de cuentos y embolada en el universo del Padre Ángel; atisbos de dicha que hoy la memoria identifica con la más irrepetible felicidad.
La obra le tomó al orfebre José Galaz siete años de su vida (1700 - 1707). Tiene 1.485 esmeraldas, 13 rubíes de Ceylán, 28 diamantes de Suráfrica, 62 perlas de Curazao, 168 amatistas y un zafiro del reino de Siam. Son la refulgencia inevitable del verde y el carácter solar de su corona los elementos que permiten identificarla con la herbácea que hace tanto bulto en las ensaladas.
Era propiedad de los padres jesuitas, regentes afortunados del colegio que durante siglos formó a algunos de los grandes hombres que se dieron alguna vez en este país. La exhibieron en su Iglesia de San Ignacio, de Bogotá, hasta 1767, cuando el rey Carlos III los expelió de aquí y de todas las posesiones españolas. ‘La Lechuga’ permaneció 220 años escondida y uno de sus paraderos míticos era el subsuelo del colegio en el que un grupo de compañeros y yo la pasábamos tan rico.
Que semejante tesoro se hallara justamente debajo de nuestros jóvenes e infatigables pies era una tentación irresistible. A esa edad de alba ya teníamos marcado el espíritu nacional de buscadores de guacas.
No había tiempo qué perder. La incursión al fantástico mundo del subterráneo bartolino debía cumplirse en los 15 o 30 minutos que duraba el recreo, que siempre era mezquino para todo lo que había que disfrutar. No recuerdo en qué patio quedaba la puerta. Tal vez en el primero, y seguramente cerca del gimnasio de un padre que creo era de apellido Linares, en todo caso lejos del laboratorio del padre Montoya.
Por allí accedimos, recuerdo mal, con Muñoz y Bulla, y nos encontramos en medio de una oscuridad conmovedora. Avanzábamos a tientas y topándonos con las bancas de lo que pensábamos era una iglesia o una catatumba. El fundamento era sencillo: ‘La Lechuga’ era tan fulgurante que iba a irradiar en medio de esa negrura. Misión cumplida. Hasta yo, que era el acólito del grupo y madrugaba a acompañar al padre Héctor López a oficiar en la Iglesia de San Ignacio, estuve dispuesto a cambiar la santidad por el oro.
Sobra decir que nunca apareció, en ninguna de las muchas escaramuzas que interrumpía un timbre omnipotente. Hasta hoy sigo preguntándome cómo lográbamos salir de esa gruta. Leo que “el Banco de la República pagó 413 millones de pesos (3,5 millones de dólares) por la supuestamente auténtica Lechuga en 1987”.
Definitivamente, lo que no es para uno…
En busca de ‘La Lechuga’
Que semejante tesoro se hallara justamente debajo de nuestros jóvenes e infatigables pies era una tentación irresistible.
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