Es implacable el poder del desprestigio, el deterioro de la reputación, y la rauda deformación que está sufriendo nuestro país en términos de las imágenes que tenemos de nosotros mismos, de nuestras instituciones y sistemas, de nuestros líderes, de la vida cotidiana de los que vivimos aquí y no en Estocolmo.
Hago referencia no solo a los aherrojados clichés –es decir, la consolidación equivocada o no de una imagen– que nos tomará años desmantelar (Colombia narcotráfico, Colombia corrupción, Colombia bacanería, porque cada cual hace lo que se le da la gana, etc.). No. Me alarma cómo no está quedando títere con cabeza y cada uno de los cimientos sociales se están cayendo como ‘Space’ de mentiras.
En la mente colectiva ya está codificado que los curas son pederastas, los políticos unos ladrones –se apandilla a los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que fue el último en caer–, la democracia es una pantomima y el Estado funge como gran aparato de enriquecimiento diseñado para el usufructo de los avivatos. La ley es un pretexto para hacer la trampa y el llamado fast track un eufemismo de nuestro venerado atajo.
Las normas son un extraño mundo de subuso, donde prima la fanfarria de un país de papel y la enunciación de las políticas funciona como embeleco mediático de su cumplimiento.
Los contratistas se precipitan al pozo de la corrupción como demonios echados de El Paraíso. Nada pasa en esta nación sin que medie la coima, el soborno, el cohecho, el chanchullo, el cvy (¿cómo voy yo ahí?). Desde la evasión de una multa de tránsito hasta los millonarios contratos de Odebrecht. Haber dejado espesar la práctica de ‘la mermelada’ puso precio al deber público, tasó los apoyos convirtiéndolos en complicidad y untó las manos de quienes deberían haberlas conservado impolutas.
Ah, y los medios de comunicación… Ya no nos creen. Azogados por látigos de audiencias y sintonías, hemos perdido el norte magnético, entregándole al país una paupérrima imagen de sí mismo. La verdad parece un amasijo manipulado de emociones.
En los noticieros de TV, Colombia pierde por nocaut el combate entre la esperanza y el desencanto, y en cada emisión se ahoga en una letrina de tragedias, crímenes, abusos. Y, en cambio, en las series nacionales Colombia es el emporio de los narcos, de las mujeres fáciles y siliconadas, del admirado capo, de la platica fácil que no se para en la muerte.
Los sistemas, las nociones que edifican, las instituciones han caído bajo el manto de la infamia. Para la muestra, la justicia, la educación y la salud. Los inmensos logros de esta última son liliputienses al lado del Gulliver de sus errores y falencias, de los mecanismos activados para desprestigiarla, que aprovechan la pelotera entre sus partes para que el todo parezca una cloaca.
¿En qué momento dejamos que la imagen del monolito, del Stonehenge de un país posible y recto, equitativo y justo se derrumbara como edificio Space de la deshonra? Todos somos responsables. También de levantarla. Comencemos. Despertemos. Ni un día más así. Otros países lo hicieron. Es posible. O vayamos pensando trastearnos a Trappist-1. Solo está a cuarenta años luz. 700.000 años de viaje.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
cgalvarezg@gmail.com
Colombia ‘Space’
Haber dejado espesar la práctica de ‘la mermelada’ puso precio al deber público, tasó los apoyos convirtiéndolos en complicidad.
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