Volábamos con el sol del amanecer incendiando las ventanillas del ATR 42 de Satena, cuando aparecieron los tres nevados. Fue una visión tan lúcida y feliz, tan escasa y privilegiada del verano, que aún la recordábamos cuando aterrizamos en el Aeropuerto El Caraño de Quibdó . Es una estructura reluciente, que pasando un puente peatonal tiene un cinema, una biblioteca pública y un centro comercial inédito en el paisaje del Chocó.
Dos horas después planeábamos sobre las nubes esquivas y la selva salpicada de los ocres del oro ilegal, rumbo a la pista del aeropuerto candente de Nuquí . Íbamos a ver la plenitud partera de las ballenas que vienen al Océano Pacífico colombiano por esta época . Nos esperaban Julián y Catalina, que manejan el Hotel Nuquimar; son de Pereira y tienen el mismo espíritu de la gente de acá, hospitalaria y fértil de cariño hacia los visitantes. Caminamos hasta la orilla del río, donde nos esperaban Pastrana y su canoa para ir al Manglar de Panguí. Pastrana es un hombre certero y firme, y nos guió por el paisaje del agua como si nos contara una historia. Cruzamos a una orilla y nos bajamos para ver el mar y el cementerio, y de repente, que así es por acá , el cielo se oscureció y comenzaron a caer unas gotas de piedra húmeda y cálida que nos acompañaron de regreso hasta la casa de Pastrana. Saludamos a su familia, y él cortó cocos para que tomáramos su agua bendita.
Llovió toda la noche, y el opaco comienzo del otro día se transformó en un cielo de sol para ver las ballenas. Montamos en una lancha que conducía José Manuel. Se adentró en el mar como en un territorio de familia. Pusimos proa hacia Bahía Solano, y no hubo sobresaltos hasta Morromico. Y entonces, José Manuel, que había venido oteando el agua inmensa, redujo la velocidad del motor Yamaha 200, y señaló un soplo de agua que brotaba a lo lejos, y que unos instantes después se convirtió en una enorme onda oscura, una cola biforme y dócil que se perdió en el verdor del Pacífico.
Pero solo fue hasta la Punta de la Esperanza que aparecieron la ballena y su bebé, en la mitad de una ronda de embarcaciones ocupadas de turistas extranjeros que acudieron a esta tierra porque oyeron en Europa que se había acabado la guerra. Estábamos al borde de la Ensenada de Utría, parte de las 12.000 hectáreas marinas del parque nacional natural del mismo nombre.
Utría quiere decir bella, bonita. La explicación nos la brinda el buen guía Eulalio Tejada, que se emociona con el relato indígena que anuncia. Utría era una niña hermosa. Sus padres le prohibieron que visitara la ensenada. Desobedeció. Y se convirtió en la primera yubarta o ballena jorobada. Todos los años, sus descendientes mamíferos enormes solo vuelven a buscar su origen.
Caminamos sobre el puente de madera de 1.400 metros que atraviesa el manglar. Regresamos con un mar picado, entre tortugas marinas y una erupción de tijeretas que vuelan desde el Morro de los Pájaros y hacen interminable esta maravilla de Colombia.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
Cgalvarezg@gmail.com