El hombre mal encarado, enfundado en una chamarra de cuero y con el pelo cortado como con una guillotina, me increpaba desde su asiento de copiloto en un Volkswagen Jetta de un color gris avejentado y con vidrios opacos.
Eran las 8 de la mañana del domingo 8 de enero. Yo estaba parado frente a una conocida pastelería, en la calle 109, unos pasos abajo de la carrera 15, en Bogotá. Y le explicaba por el smartphone a un diplomático amigo que estaba de visita en el país, y con quien tenía una cita para desayunar, que el lugar estaba cerrado. Alcancé a decirle que nos viéramos en otro sitio.
Fue entonces cuando el ladrón comenzó sus vociferaciones, hablando a nombre de la Policía y pidiendo mi cédula de ciudadanía. Estaban buscando unos delincuentes, tuvo el cinismo de relatarme en su lenguaje metálico.
Alcancé a decirle a mi amigo que me estaban atracando, que llegara rápido. Pero entonces, y de la nada, apareció a mi lado una muchacha en bluyines, pelo corto, blusa clara, que se paró a entregar su cédula de una manera cómplice pero tonta. La campanera. Conducía un muchacho también metido en una chompa azul. ¡Qué bonita familia!, pensé yo.
Me habían cogido por sorpresa. Y ahora, el ambiente de intimidación era tan opresivo, que yo pensaba si el pandillero iba armado o lo estaba la chica. Y por mi mente cruzó la posibilidad de una alternativa de miedo: me van a subir al carro. Paseo millonario.
Así que asumí el robo con la única esperanza de salvar mi vida y mi integridad. Entregué el celular, que el delincuente me pedía en medio de majaderas justificaciones policiacas. Exigió dinero. La muchacha sacó un fajo copioso de billetes. Se lo mostró. El hombre insistió en la pantomima y le dijo que estaba bien, que se fuera. Pero ella permaneció a mi lado.
Entregué unos billetes que llevaba. Y entonces la muchacha me pasó por detrás y se subió al carro. Alcancé a raparle mi cédula, antes de que el automóvil se marchara a gran velocidad. A salvo, solo pensaba en mi amigo que se había quedado con la angustia de mi demanda de ayuda. Como el último mensaje del piloto en el avión…
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
cgalvarezg@gmail.com
¡Qué no le pase a usted!
Me habían cogido por sorpresa. Y ahora, el ambiente de intimidación era tan opresivo que yo pensaba si el pandillero iba armado o lo estaba la chica.
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