Como lo escribí en otra columna, visito cada cierto tiempo el cementerio para bajarme las ínfulas, recordar amigos y personajes que nos preceden en el paso ineluctable, y meditar, en el sentido de la vida que, cada vez, se conjuga más, únicamente, en el tiempo presente.
Ningún lugar mejor para ese ejercicio interior que el Cementerio Central.
Lo conozco desde niño. Aprendí aquí a montar bicicleta, que alquilaba en el Parque Óscar, donde había hecho el curso inevitable del triciclo.
Para entender que caer es la única forma de aprender a levantarse.
El cementerio era una referencia central en la cotidianidad y el urbanismo de mi bello barrio Santa Fé, hoy convertido en una zona inexpugnable de putas y extrañeza, viciadas las calles donde jugué pelota, la hasta ahora –y espero que para siempre– única razón por la que me ha perseguido la Policía.
El Cementerio Central es un tesoro, ahora limitado por una amplia Calle 26 reconstruida.
Desde allí hasta la capilla, hay un corredor primordial de mausoleos, que corresponden a hombres notables. Este solo recorrido de 100 metros, más o menos, puede tomar un tiempo eterno, como casi todo lo que tiene que ver con este sueño.
El visitante que pasó bajo la figura de Cronos, que muchos asimilan con la de la Parca, por aquello de que el paso del primero conduce inevitablemente a la segunda, se encuentra con la escultura de la Pietá.
Preside la tumba de José Ignacio Lago Álvarez, que murió ahogado en Hamburgo. Le sigue, la tumba de Gabriel Turbay y, luego, el mausoleo de granito negro de Irán, que corresponde al presidente Virgilio Barco Vargas.
En su orden, acercándose a la capilla, van apareciendo los mausoleos de Enrique Olaya Herrera, el general Gustavo Rojas Pinilla, el muy visitado sitio funerario de Luis Carlos Galán.
Se enfila después la esplendente tumba en mármol negro de Alfonso López Pumarejo, y el recorrido termina con los monumentos del vicealmirante Rubén Piedrahita Arango, Gilberto Alzate Avendaño, Gonzalo Jiménez de Quesada, y Laureano Gómez y su esposa, María Hurtado. Mucha gente importante, mucha historia. Mucha vida, mucha muerte.
Al devolverme, advierto que no he reparado en una tumba. Un rectángulo cubierto de hierba, limitado por un marco de cemento. Leo una placa minúscula: “Alfonso López Michelsen, Presidente de Colombia, 1974-1978”. Como esa, solo otro territorio verde junto al sencillo sepulcro de Juan Pablo Llinás.
El 11 de julio se cumplieron cinco años de la muerte de uno de los hombres más brillantes e importantes de la historia nacional.
Miles de colombianos despedimos, admiramos, a Alfonso López Michelsen.
Comienza a lloviznar. Hace frío. Me voy pensando cómo es la vida.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista