Una columna de Moisés Naim detonó mis reflexiones sobre un tema: ¿hay profesiones arrogantes? Y es que, según un texto que tituló ‘La fraudulenta superioridad de los economistas’, estos derrochan una arrogancia que no cabe en ninguna gráfica. ¿Están solos en ese defecto de excesivo orgullo que distorsiona la dimensión que tenemos de nosotros mismos y nos lleva a sentirnos con más derechos que los demás, a quienes vemos muy pequeños desde la atalaya de una superioridad abusiva?
Tal vez, no. A veces, la gente del común es vapuleada por la arrogancia de muchas profesiones: ¿Médicos?, ¿abogados?, ¿ingenieros?, ¿periodistas?, ¿intelectuales crecidos en las ramas del árbol de las ciencias humanas que terminan mirando al prójimo cucaracho desde las alturas? Lo cierto es que pegarle esa etiqueta a una profesión es un prejuicio filosóficamente insostenible. Más certero sería hablar de profesionales arrogantes, una especie que atraviesa diversas disciplinas creciendo como hierba mala, a pesar de haber jurado en sus ceremonias de grado que llevarían su conocimiento con humildad y que de la misma forma lo pondrían al servicio de una humanidad agobiada y doliente.
Pero ese es un molde demasiado ideal, que muchos profesionales defienden incluso en contra de sus réditos, pero que otros rompen instigados por las circunstancias. Una de ellas es el poder. ¿Quién no ha visto o sufrido profesionales que, elevados a una tarima en la que pueden disponer de recursos y personas, y manejar el talismán de las oportunidades, se convierten en pequeños príncipes o reyezuelos de bolsillo?
Ahí interviene definitivamente la trampa del cargo y de la posición, como aquellos en los que una deformada mano burocrática los dota de la posibilidad de nombrar miles de empleados y manejar presupuestos pantagruélicos. Imaginen a un pobre ser humano en esa condición, cercado con aparatajes de escoltas y abanicado con el halago y la servidumbre que semejante ostentación puede generar. Muy pocos se salvan de terminar levitando y de hacerse saludar con besito en el papal anillo. La arrogancia, en esos casos, termina siendo un pecado venial. Y claro, no se necesita todo eso para ejercerla… Solo hay que ver cargos en el organigrama como gerente financiero, jefe de seguridad o simplemente jefes de cuentas o planners de las agencias de medios, para ver cómo afectan a quienes los ejercen.
La arrogancia es una cáscara con la que se resbala fácilmente. Recuerdo cómo hubo momentos en los que se me subió a la cabeza el primer cargo importante que tuve, y espero que hoy, tanto tiempo después, no sea tarde para pedir perdón a quienes haya causado daño con el engreimiento. Afortunadamente, y por una decisión voluntaria, me bajé de la nube y volví a tierra, afianzado en certezas que me acompañarían toda la vida. La más clara es que una profesión, un cargo son formas que Dios nos brinda para trabajar, ayudar y servir, y hacer algo por construir un mundo mejor. Y que, como cantó el gran filósofo Galy Galiano, “todo es prestado”. No sé por qué, ‘prestado’ me devuelve a los economistas, de donde arranqué, y a quienes espero haber ayudado para que sepan que no están solos.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
cgalvarezg@gmail.com