“La crisis invernal” no ha sido capaz, nunca, de producir preocupación, diligencia o indignación en la ciudadanía. Sólo quedan las víctimas, que se vuelven invisibles pocos días después de los hechos. Gente que se disuelve pronto en la masa de pobres.
El episodio ‘crítico’ que estamos viviendo supera en duración, extensión y capacidad destructora a los eventos de tiempos recientes. Por ello, ha entrado más hondo en la conciencia pública; ojalá se quede ahí por algún tiempo, para obligar al régimen político a moverse.
La conciencia pública debería, por fin, obligar al Estado a abandonar la palabrería y a enfocarse seriamente en el rescate, la reconstrucción con respeto al medio ambiente y la prevención con perspectiva de largo plazo. Hace 14 meses el Presidente colombiano estaba apersonándose de la crisis invernal en la costa atlántica. El Jefe del Estado aparecía en los medios dando órdenes por celular, con cara de circunstancia bajo un palio de paraguas con mangos de madera. La Dirección de Atención y Prevención de Desastres informó por esas fechas que “la segunda temporada invernal que se registra este año (2009)” dejó más de 440 mil damnificados en 23 departamentos.
La gravedad de lo que hoy ocurre no da para frases oficiales de cajón, o para ocurrencias, como la de noviembre del 2009 de solicitarles a las aseguradoras “gestionar microseguros para los pobres de Colombia y así apoyar al Gobierno Nacional.” Es indignante la crueldad de esta solicitud de Uribe hecha en los medios mientras “los pobres de Colombia” sufrían, como ahora, por las inundaciones y los deslizamientos. Alivia constatar cómo Santos y sus agentes despliegan una actitud distinta en los medios, y toman decisiones exentas del formalismo típico del Gobierno ante situaciones de emergencia.
Claro que al Presidente, al Ministro de Hacienda y al alto Gobierno les debe preocupar el asunto de las fuentes financieras de la asistencia a las víctimas, de los planes de vivienda y de la reconstrucción y la estabilización de la infraestructura. Tengo la esperanza de que esta sea la ocasión para darle un giro a los ejes de la tributación en Colombia; a ver si los privilegios exorbitantes de una minoría rica e influyente comienzan a ser cosas del pasado; si los sectores medios de la población dejan de ser víctimas de las agresiones tributarias consentidas por el Congreso. Santos debe aprovechar lo que hoy está en la conciencia pública, y navegar además en la cresta de su popularidad y de sus mayorías legislativas, para empujar hacia una sociedad justa y suficiente en lo tributario.
Pero estoy seguro de que la pregunta más inquietante que puede hacerse quien conozca la mediocridad del Estado colombiano es ¿y cómo haremos para gastarnos esa plata bien gastada, a tiempo, con austeridad y eficiencia, y sin que se la roben? Esa sí es una pregunta de espanto, que conduce a otras como ¿las élites locales van a dejar que las regulaciones sobre el uso del suelo urbano y los Planes de Ordenamiento Territorial atiendan los mandatos de la Constitución? ¿Y qué hacemos con las CAR, tomadas de mala manera por las mismas élites locales con enlaces en los tres poderes nacionales, cuya ‘autonomía’ ha sido el caldo de cultivo de una evidente incompetencia, corrupción y desviación de sus objetivos constitucionales? ¿Serán los municipios y Distritos, y las CAR, en esas condiciones, agentes capaces de instrumentar las inversiones de los planes de emergencia? ¿Es capaz el Ministerio de Vivienda, Medio Ambiente y Desarrollo Territorial de ejecutar o supervisar tales inversiones?
Señor Presidente, preocúpese por levantar la plata, y aún más por su administración; ahí está el detalle.