Es indudable que la reanudación de las conversaciones de paz que adelantan los negociadores del gobierno colombiano y las Farc, el viernes en La Habana, se dio en medio de un clima particularmente tormentoso. Según lo muestran las encuestas, la confianza del público en los diálogos se encuentra en su punto más bajo desde que estos comenzaron formalmente, el 18 de octubre del 2012.
Las causas son conocidas. El fin de la tregua unilateral establecida por el grupo subversivo, ocurrido a finales de mayo, ha venido acompañado de un aumento en la intensidad del conflicto interno, incluyendo ataques a miembros de las Fuerzas Armadas, atentados contra la infraestructura y acciones que golpean a la población. Hechos, no necesariamente relacionados, como la explosión de un par de petardos en Bogotá, han complicado todavía más el terreno que queda por recorrer.
Mientras eso sucede, los enemigos de la administración Santos no han perdido el tiempo. Las redes sociales abundan en expresiones orientadas a desprestigiar el Gobierno, ya sea descalificando la labor de las autoridades o magnificando el efecto de los episodios terroristas. La guerra sucia también se ha hecho presente, como quedó demostrado con la propagación de un par de audios sobre la seguridad en la capital, que se volvieron virales en cuestión de horas y usaban el nombre del Ministerio de Defensa.
Aunque las comparaciones son odiosas, más de uno empieza a ver paralelos entre el deterioro del ambiente y lo sucedido durante el periodo de Andrés Pastrana, cuando la esperanza de paz se esfumó por cuenta de los abusos de las Farc, dentro y fuera de la zona de distensión. Es claro que las condiciones de uno y otro proceso son muy distintas, pero al intento actual se le está acabando el aire y, a menos que sople pronto una corriente de viento, acabará asfixiándose.
La responsabilidad de que ello pase recae en la guerrilla. Más allá de que su capacidad militar sea muy inferior a la de comienzos de siglo, la arrogancia es la misma de siempre. Lejos de mostrar asomos de arrepentimiento por la estela de sangre y destrucción que han dejado a lo largo de más de medio siglo, los jefes congregados en la capital cubana aplican equivocadamente aquella máxima del fútbol según la cual ‘la mejor defensa es el ataque’.
Al tiempo que eso pasa, el Presidente de la República ha tenido salidas equívocas. Cuando viaja al exterior da la impresión de que la paz está a la vuelta de la esquina. Pero más complicada es la percepción de que está dispuesto a conseguir la paz a cualquier precio. Esto lleva a las Farc a alargar la concreción de eventuales avances, bajo la idea de que el mandatario acabará cediendo en puntos como el no pago de penas de prisión por parte de los integrantes del secretariado o la tregua bilateral.
En esas circunstancias, Santos está obligado a demostrar que tiene las riendas en sus manos. Dejar las cosas como están es exponerse al desmoronamiento de los diálogos, hasta que la creciente intolerancia de la opinión a la violencia lo obligue a romperlos. Una salida posible es encontrar fórmulas que conduzcan a un desescalamiento de las hostilidades, sin que ello afecte la capacidad operativa de las Fuerzas Militares.
Lo otro es trazar límites, que incluyan más líneas rojas explícitas, como un plazo específico. Y también está el levantarse de la mesa, con el fin de señalarles a las Farc que los avances, si van a darse, deben llegar más temprano que tarde. Por cierto, no estaría de más ‘pararle el macho’ al Eln, con el cual la etapa exploratoria no parece ir a ningún lado y que, igualmente, ha entrado en la lógica perversa, según la cual a mayor violencia, más poder negociador.
En conclusión, la pelota está en la cancha de la Casa de Nariño. Y si esta no cambia el plan de juego, se arriesga seriamente a perder el control del balón hasta que otro haga los goles, derrotando a la paz.
Ricardo Ávila Pinto
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