La conmoción fue inmensa en Brasil y también en América Latina, donde la noticia llegó a las primeras planas. Ver a Luiz Inácio Lula da Silva mientras era conducido a una diligencia judicial en São Paulo por parte de la Policía Federal era algo impensable hasta hace pocos días. Al fin de cuentas, se trata de la figura más prestigiosa de la izquierda de la región y quien maneja los hilos del Partido de los Trabajadores, el mismo al que pertenece la presidenta Dilma Rousseff, inquilina del Palacio de Planalto.
Tal parece que la investigación del escándalo de corrupción conocido como Lava Jato, que tiene como epicentro a Petrobras, no va a dejar títere con cabeza. Ahora las apuestas están en favor de una pronta detención del exmandatario y de la caída de su sucesora, pues la colaboración de testigos clave apunta a que el círculo se está cerrando e incluso puede tener ramificaciones en otras capitales.
Pero más allá de los pormenores del proceso, los observadores no han dejado de notar que la mezcla de justicia y presión popular está comenzando a dar resultados en una zona del mundo donde más de una acusación pasaba a mejor vida, sin pena ni gloria.
Lo sucedido en Guatemala con la renuncia del presidente en ejercicio Otto Pérez Molina, en septiembre pasado, fue el primer aviso de que la tolerancia a la venalidad tiene un límite, incluso en Latinoamérica.
No hay que hacerse falsas ilusiones, claro. Desde 1990 hasta la fecha, 15 de 39 exjefes de Estado de los países de América Central han sido denunciados por supuestos abusos, mientras que cinco acabaron en la cárcel o fueron detenidos en su domicilio. Más de un analista considera que la amenaza de recibir el peso de la ley no necesariamente sirve para purificar ciertas costumbres en esa parte del continente.
Sin embargo, el efecto demostración de Brasil es mucho más poderoso y sería un error ignorarlo. El descubrimiento del entramado de favores y pagos que involucra a algunas de las compañías más emblemáticas del gigante suramericano, y que compromete a la clase política, puede servir de ejemplo y estímulo para que otros sistemas judiciales empiecen a actuar más temprano que tarde.
Además, está la presión de la opinión, que es menos tímida a la hora de exigir castigos ejemplares. Las denuncias de los medios de comunicación y las redes sociales, reflejan una creciente intolerancia a que funcionarios o el sector privado se embolsillen el dinero público obtenido de forma indebida.
No obstante, para que la oleada en favor de la transparencia no se convierta en una gran frustración, la gente tiene que ver resultados. De lo contrario, no solo viene el escepticismo, sino la deslegitimación de la democracia y de las diferentes ramas del poder.
Lamentablemente, ese parece ser el caso de Colombia. Las encuestas muestran que la credibilidad de las instituciones va en picada. Si tradicionalmente los peores calificativos los recibía el Congreso, ahora el descrédito es compartido con el Ejecutivo, la Rama Judicial y los organismos de control.
Parte del problema es la falta de efectividad de las investigaciones y la ausencia de sentencias. Casos como el del carrusel de la contratación en Bogotá, muestran que hay cómo hacerle esguinces a cualquier proceso, para no hablar de los abusos que se cometen con el mecanismo de la casa por cárcel.
No menos inquietante es la creencia de que la justicia es todo, excepto ciega y equilibrada. Da la impresión de que los intereses individuales de quienes tienen a cargo la obligación de aplicar la ley, se superponen al principio elemental de que no puede haber crimen sin castigo, o de que se puede ser selectivo en la apertura de procesos penales o disciplinarios. Por tal razón, hay que llenar los vacíos de liderazgo, exigir resultados y entender la insatisfacción popular, porque eso también forma parte de la construcción de la paz. La que se edifica haciendo que las cosas funcionen.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
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Editorial
Que el buen ejemplo cunda
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