Han pasado solo tres años desde aquella entrevista en la televisión estadounidense en la cual un Eike Batista lleno de confianza sostuvo que su fortuna llegaría a los 100.000 millones de dólares. En ese momento, la apuesta de convertirse en el hombre más rico del planeta sonaba audaz, pero viable.
Y es que al fin de cuentas, quien la hacía era un magnate que parecía tener el toque de Midas. Hijo de un expresidente del conglomerado Vale, Batista daba la impresión de representar a un nuevo Brasil. Cosmopolita, arriesgado y bien parecido, su riqueza fue construida aprovechando el auge en las cotizaciones de los productos básicos.
Para separar sus actividades, el empresario dividió su imperio en seis compañías: OGX (petróleo), OSX (equipos y servicios para el sector de hidrocarburos), MMX (minería), LLX (logística), CCX (carbón) y MPX (energía). Cada una cotizó sus acciones en la bolsa de São Paulo y logró interesar a inversionistas de todas partes, que impulsaron el precio de los títulos, disparando, de paso, el patrimonio de Batista. En el 2012, la revista Forbes calculó sus activos en 34.500 millones de dólares, ocupando el séptimo lugar en el mundo.
Semejante auge no fue asumido de manera discreta. Las mansiones, los autos deportivos, los aviones privados fueron exhibidos como prueba del éxito del potentado que encarnaba, a su manera, el poderío de la sexta economía más grande del globo. En sus palabras, personificaba “un nuevo capitalismo que no se avergüenza de mostrar el dinero”.
Sin embargo, así como al gigante latinoamericano le empezó a ir mal a nivel macroeconómico, el comienzo del fin de la bonanza en los precios de los bienes primarios comenzó a golpear a Batista. Los rumores sobre problemas de liquidez en el grupo se hicieron más frecuentes y fueron contestados con comunicados que, de forma contundente, negaban la existencia de problemas. Aun así, ciertos activos se vendieron, algo que afectó seriamente al mercado de valores paulista.
Si tales movidas eran síntomas de que no todo estaba bien, una decisión tomada en mayo por el propio Batista ocasionó un verdadero sismo. Esta consistió en desprenderse de parte de las acciones en OGX, su buque insignia. El mensaje implícito de lo que fue descrito como un “ajuste mínimo” era uno de falta de confianza, y nada menos que de su propio creador.
Para completar el drama, la empresa petrolera indicó el lunes pasado que no alcanzará sus metas de producción de crudo y que había suspendido el desarrollo de tres pozos. Como si eso fuera poco, reveló que podría parar el próximo año el único del que extrae hidrocarburos.
Tales anuncios parecen ser el preámbulo de un derrumbe sin precedentes, a causa de las cuantías involucradas. Aparte de deudas que se calculan en 5.000 millones de dólares, hay bonos en poder de los inversionistas y acciones que se transan en apenas una fracción de su cotización más alta, tras descolgarse una vez más. Por ejemplo, OGX llegó a tener un valor en bolsa de 42.000 millones de dólares y ayer quedó en 646 millones. A su vez, MMX pasó de 3.700 a menos de 500 millones de dólares y OSX, de 4.400 a 152 millones, para solo citar tres.
Semejante situación no hace más que complicarle la vida a Dilma Rousseff, cuyo gobierno venía enfrentando problemas tras las manifestaciones de días pasados. Aunque Brasilia podría alegar que se trata de un problema en el sector privado, el imperio de Batista es demasiado grande como para no producir un tsunami si se hunde. Debido a ello, muchos plantean una intervención de la mano de los bancos en la que el exbillonario sería apartado del manejo de un emporio que se le deshizo entre las manos y por cuenta de lo cual muchos pagarán los platos rotos, incluyendo a Colombia, en donde varios proyectos del grupo están paralizados a la espera de que cambie el viento.
Ricardo Ávila Pinto
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