Los grandes proyectos de infraestructura en áreas como transporte, energía, acueducto, saneamiento básico, telecomunicaciones, entre otros, son los que le permiten a los Estados prestar los servicios públicos esenciales y generar progreso económico. Para su desarrollo se requieren enormes cantidades de dinero y múltiples actores que contribuyan con recursos e ingenio para hacer que las buenas ideas se conviertan en realidades tangibles, logrando sortear los riesgos que las rodean.
En el caso de Colombia, el desarrollo futuro de esos proyectos depende, en buena medida, de que la Corte Constitucional declare la exequibilidad de una norma que fue demandada, una vez se destapó la olla podrida de Odebrecht, el mayor escándalo de venalidad evidenciado en Latinoamérica. El texto en cuestión pretende darle seguridad jurídica a los terceros de buena fe que aportaron su trabajo o sus recursos, sea como trabajadores, proveedores o financiadores, en cualquier emprendimiento salpicado por actos ilícitos de los cuales no fueron parte ni tuvieron conocimiento alguno.
Las soluciones regulatorias a los casos de corrupción en los proyectos desarrollados a través de contratos de concesión o de Asociaciones Público Privadas no es uniforme en los países del hemisferio. En muchos se declara la nulidad del contrato y en otros se ha permitido la continuidad de las obras, aunque castigando severamente a quienes cometieron ilícitos, como es el caso de Perú.
En Colombia, la opción escogida partió del Artículo 48 de la Ley 80 de 1993 que rige la contratación pública. Tras aparecer dudas sobre la aplicación de esta, la administración Santos buscó mayor precisión en la Ley 1882 de 2018 y en particular en el Artículo 20 de la misma, que se refiere a la terminación anticipada de los contratos con el Estado.
Sin entrar en honduras, la disposición estableció la posibilidad de reconocimientos cuando se declare la nulidad contractual, bajo el principio universal de que un hecho ilícito no puede generarle derechos o beneficios a quien lo promovió con trampas, pero dándole certeza y seguridad jurídica a los terceros de buena fe. Esto consiste en establecer una fórmula de liquidación que proporcione recursos suficientes para pagar las acreencias, sobre trabajos ejecutados.
Dicha salida cayó mal en algunos sectores. El entonces Procurador Edgardo Maya atacó el artículo citado, con el argumento de que podría premiar a los pecadores. Al respecto, la Corte tiene el deber de evitar abusos, sin golpear a los inocentes. De lo contrario, las instituciones financieras no tendrían ningún incentivo en participar en ningún proyecto de origen estatal por la falta de certeza al momento de recuperar su dinero. Y aunque no faltará quien diga que se puede acudir a otras fuentes, la viabilidad de incontables iniciativas quedaría en entredicho.
Mientras el castigo para el delincuente requiere ser severo y ejemplarizante, el tercero de buena fe no tiene por qué pagar los platos rotos y asumir culpas que no le corresponden. Si eso no queda meridianamente claro, el modelo de concesión o asociación público privada, se desvirtúa.
La opción más extrema, en este último escenario, es que solo quede el Estado como única posibilidad de desarrollar unos pocos proyectos a través de contratos de obra pública, algo complejo en un ambiente de severas restricciones fiscales. Superar nuestro enorme atraso en materia de realizaciones viales y de otro tipo, se volvería imposible en la práctica.
Por ello, es de marca mayor la decisión que tiene en sus manos la Corte Constitucional, obligada a no dar pasos en falso. Se trata, ni más ni menos, de darle viabilidad a una solución que permita generar el justo balance entre penalizar al infractor y habilitar el desarrollo, progreso y empleo que crea la infraestructura.
Ricardo Ávila Pinto
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