La noticia según la cual el número de personas que viven en España disminuyó durante el 2014 en 170.392 individuos, refleja la realidad de la península Ibérica. Así se desprende de los datos del padrón continuo que sale de la suma de los padrones municipales –pues las normas obligan a la gente a registrarse en la localidad en la que vive– y en los que se reflejan las dificultades que todavía afectan a las naciones vecinas al mar Mediterráneo.
Según las cifras conocidas ayer, en territorio español hay 41,9 millones de nacionales y 4,7 millones de extranjeros, para un total de 46,6 millones de habitantes. El bajón anotado es particularmente llamativo, pues tuvo lugar principalmente entre los foráneos, que se redujeron en unos 300.000, de los cuales dos terceras partes pertenecen a países distintos a los que integran la Unión Europea.
Los colombianos fueron uno de los grupos que más cayeron, tan solo superados por peruanos y ecuatorianos. En el caso de los connacionales, el descenso llegó al 17 por ciento, casi 31.000 personas.
Después de esta resta, quedan apenas 150.956 compatriotas empadronados en España, la segunda diáspora latinoamericana más grande, pero pequeña en comparación con la de Rumania o Marruecos, que entre los dos cuentan con cerca de 1,5 millones de individuos. Las estadísticas dejan en claro que para los oriundos de esta parte del mundo, el atractivo de antes ya no existe.
Las razones son conocidas. Los coletazos de la crisis financiera que comenzó inicialmente en Estados Unidos en el 2008 y después se trasladó al Viejo Continente, dejaron un buen número de damnificados. Si bien se ha reducido, el desempleo en España supera el 23 por ciento, lo cual limita seriamente las oportunidades laborales. Sectores intensivos en mano de obra, como la construcción, aún no se recuperan de la debacle.
Es verdad que la economía española ha comenzado a ver la luz al final del túnel. En sus más recientes proyecciones, el Fondo Monetario Internacional señaló que el crecimiento ibérico debería ser de un 2,5 por ciento este año, uno de los más altos de la zona euro.
No obstante, el propio organismo también dijo que únicamente hacia el 2018 se llegará a un Producto Interno Bruto equivalente al registrado en el 2007. En otras palabras, la expresión ‘década perdida’ sí que cobra validez en este caso.
El efecto sobre los inmigrantes ha sido notorio. De acuerdo con las fuentes oficiales, el número de extranjeros viviendo en España ha disminuido en cerca de 1,1 millones de personas desde el pico alcanzado hace cuatros años. Si bien parte de la reducción en esa cifra corresponde a quienes obtienen la nacionalidad y son contabilizados de forma diferente, otros cálculos comprueban que existe una salida neta de gente.
Así lo confirman los datos gubernamentales. Según estos, durante el 2014 la población española residente en otros países subió en 6 por ciento, alcanzando los 2,2 millones de ciudadanos. De este total, 63 por ciento estaba residiendo en América y un 34 por ciento en Europa.
Tales cuentas reflejan a su manera una crisis profunda y duradera, que adopta varias facetas. La más obvia tiene que ver con las menores oportunidades de progresar, que obligan a mucha gente a buscar suerte en otras latitudes, una vez las ayudas públicas desaparecen o empiezan a escasear. También la pérdida de población tiene costos, ya sea en tamaño del mercado interno o en el cierre de miles de pequeños negocios, que dejan de hacerle sus aportes al fisco.
En cualquier caso, la presión no necesariamente disminuye. Ahora en Europa la gran preocupación tiene que ver con la inmigración irregular de personas provenientes del África, cuyo ritmo se ha triplicado este año, lo que es objeto de un gran debate. Porque la gente se sigue moviendo, así para los latinoamericanos España ya no sea la tierra prometida.
Ricardo Ávila Pinto
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