Aun en un país como Brasil, acostumbrado a que todo pasa por el tamiz de su enorme tamaño, el volumen de las manifestaciones convocadas el domingo pasado para protestar contra el Gobierno, sorprendió a propios y extraños. En las principales ciudades, cientos de miles de personas marcharon por las calles exigiendo la salida de Dilma Rousseff, quien no lleva tres meses desde cuándo comenzó su segundo periodo al inicio del año.
El escándalo de corrupción en Petrobras, que involucra a medio centenar de dirigentes políticos, sumado al estancamiento de la economía más grande de América Latina, se ha traducido en una creciente impopularidad. El más reciente sondeo reveló que solamente 13 por ciento de los ciudadanos respalda el trabajo que está haciendo la mandataria, quien apareció con cara contrita en la televisión para decir que su propósito es enmendar la plana.
Lo que está en juego no es otra cosa que su permanencia en el poder. Si bien las posibilidades de que sea destituida, de acuerdo con el procedimiento que fija la constitución, son mínimas, el problema es de legitimidad.
Ya esta se veía limitada por el margen estrecho de su triunfo en las elecciones, pero ahora las cosas son realmente complicadas. En caso de que la agitación continúe, es difícil ver a Rousseff con combustible suficiente para aguantar, cuando todavía le faltan casi cuatro años en el palacio de Planalto.
El problema es que las demás opciones tampoco son buenas. Entre los opositores, hay varios grupos, incluyendo uno que pide abiertamente que los militares intervengan y den un golpe de Estado.
Ese retorno a un pasado de autoritarismo es un escenario indeseable para una nación a cuyos 200 millones de habitantes la democracia les ha sentado bien. Sin desconocer la recesión actual, es imposible olvidar que más de 40 millones de brasileños han abandonado las filas de la pobreza en lo que va de este siglo y que la desigualdad se ha reducido.
No obstante, es claro que hay que limpiar la casa. En lo que atañe a Petrobras, las investigaciones tienen que llegar hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga. No solo porque se trata de uno de los activos estatales más valiosos, sino porque la plena transparencia es, en estos casos, la única salida. En medio de la avalancha de malas noticias, es alentador ver que la justicia actúa y hay posibilidades de que los corruptos acaben en la cárcel.
Al mismo tiempo, las reformas iniciadas necesitan continuar. El ministro de Hacienda, Joaquim Levy, presentó un plan audaz de recortes presupuestales que son indispensables para recuperar la credibilidad de los mercados y la confianza de los inversionistas. Lamentablemente, sus principales críticos pertenecen a la bancada gubernamental, con lo cual se encuentra en el peor de los dos mundos.
Aun así, hay que poner en cintura a la inflación, que amenaza con desbordarse y obligó al banco central a subir fuertemente las tasas de interés. Mientras las expectativas no cambien, será difícil contener la caída del real, que ayer se cotizó a más de 3,2 por dólar, el doble del nivel que tenía la tasa de cambio cuando Dilma Rousseff se puso la banda presidencial por primera vez.
Pero más allá del desenlace en Brasil, lo sucedido deja varias lecciones. La más significativa es que el aumento en el tamaño de la clase media cambió las relaciones entre electores y elegidos, pues los primeros exigen una mayor calidad de la administración pública, tienen mejor capacidad de organización y rechazan todo lo que les huela a venalidad.
Ese mensaje debería escucharse en otros países latinoamericanos, incluyendo a Colombia. Aunque cada caso es diferente, la propensión a indignarse y demostrarlo es ahora mayor. Y si un presidente no tiene la capacidad de escuchar a tiempo las voces de protesta, seguro que acabará en serios problemas.
Ricardo Ávila Pinto
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@ravilapinto