Mientras los ojos del mundo se concentran en Brasil por cuenta de la cita futbolera que atrae a miles de millones de aficionados de todas las latitudes, Colombia se apresta a tener su propia final.
Se trata, por supuesto, de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, programada para el domingo que viene y en la cual los ciudadanos tendrán la oportunidad de escoger entre Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga.
Decir que la campaña que concluye ha sido atípica es una forma de simplificar en extremo una contienda que ha tenido diferentes fases.
Después de un comienzo que generó una gran apatía entre el público, la carrera se fue calentando sin que surgiera alguien que contara con una cómoda ventaja sobre sus rivales.
Así quedó plasmado en la cita del 25 de mayo, cuando incluso aquellos que pasaron el corte recibieron menos del 30 por ciento de los votos.
Desde entonces, y debido a la escasa diferencia entre los postulantes de la Unidad Nacional y el Centro Democrático, la competencia se animó en forma notoria. Lamentablemente, la guerra sucia y las descalificaciones mutuas volvieron a hacer presencia, algo que ha abierto heridas que tardarán en cerrarse.
Aun así, los debates permitieron comparar personalidades y propuestas, convirtiéndose en un factor determinante para el veredicto del 15 de junio.
La intensa actividad de los días pasados debería contribuir a que disminuya el índice de abstención observado en la primera vuelta, cercano al 60 por ciento.
El hecho de que no exista un favorito, más allá de las preferencias de cada quien, debería servir para que más gente acuda a las urnas con la expectativa de que cada tarjetón marcado cuenta.
Una mayor participación no solo legitimaría más al triunfador, sino que serviría para confirmar que la democracia colombiana -con todo y sus fallas- está viva y tiene el respaldo del electorado.
Lo anterior no desconoce que ambos candidatos cometieron errores notorios y crearon dudas que el ganador tiene la responsabilidad de despejar una vez se conozcan los escrutinios.
Ambos están obligados a establecer que serán generosos con el bando perdedor y que sabrán incorporar las críticas recibidas, en la gestión que comienza el 7 de agosto próximo.
En forma puntual, hay que señalar que Santos cayó en la tentación de describir la realidad de una manera que dista de la calificación que tienen los colombianos de la misma. Así mismo, el mandatario hizo todo tipo de promesas y pintó escenarios de prosperidad que son factibles en el largo plazo si el país completa una larga lista de tareas pendientes, pero que no se concretarán de manera inmediata.
Sin embargo, hay que reconocerle su tozudez con el tema de la paz que no solo plantea un escenario de reconciliación necesario, sino que sería positivo para el clima de negocios y la creación de más empleos.
Por su parte, Zuluaga quiso pintar un país en crisis que también difiere de la realidad, especialmente en lo económico.
En lugar de la grave situación insinuada, se olvidó de reconocer que el crecimiento es saludable y que la desocupación ha seguido cayendo, si bien hizo propuestas que son destacables. Es inquietante, sin embargo, su mensaje de desmontar políticas adoptadas por su contrincante, como la reforma tributaria del 2012.
Aparte de lo anterior, la sombra del expresidente Uribe y su irracional animadversión en contra de la presente administración dan pie a que haya quienes sientan miedo de que el hoy senador electo llegue a pasar cuentas de cobro contra sus opositores a través de la Casa de Nariño.
Tales elementos hacen que el factor que debería pesar en la escogencia de los que aún están indecisos es quién tiene la visión de futuro con más peso y puede llevar a Colombia hacia adelante, a sabiendas de los retos por sortear.
Construir una sociedad más próspera y justa es la obligación de quien sea elegido Presidente, algo que requiere capacidad de trabajo, coraje e independencia. Cada ciudadano, antes de marcar su voto, debería reflexionar si es Santos o Zuluaga quien mejor encarna esas características.
Ricardo Ávila Pinto
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