Si el tema no fuera tan serio, bien podría decirse que la cercanía geográfica a Aracataca –que inspiró al mítico Macondo de Gabriel García Márquez– tuvo mucho que ver con el fallo expedido, a finales de mayo, en Riohacha por el Tribunal Contencioso Administrativo de La Guajira. El problema es que aquí hay poco de realismo mágico y mucho de exabrupto, definido por la Real Academia como “salida de tono”, esta vez en materia jurídica.
Los hechos que dieron origen a la historia datan del 21 de octubre del 2001, cuando una explosión destruyó un tramo del gasoducto Ballenas, que transportaba el combustible salido de los campos de Chuchupa, en el Mar Caribe, a las ciudades de la Costa Atlántica. Tras el atentado, sucedido a un kilómetro del casco urbano de la capital de la península, perdieron la vida siete personas y resultaron heridas once, aparte de producirse daños a edificaciones y cultivos.
Una cosa es ser responsable de las actuaciones propias y otra asumir las consecuencias de los crímenes de
un tercero.
Con el tiempo las investigaciones determinarían que las responsables del cobarde ataque fueron las Farc, motivo por el cual varios milicianos del grupo guerrillero fueron enviados a prisión. Las pruebas recabadas dejaron en claro que la conflagración que tantos daños generó no tuvo que ver con problemas en la tubería o la válvula destruida.
Desde un comienzo, los vecinos del lugar reclamaron a la empresa Promigas –constructora y concesionaria del gasoducto– el pago de perjuicios por lo ocurrido. La respuesta de la compañía fue que también era víctima, como lo demostraron los costos en que debió incurrir para la reparación de la línea y el lucro cesante derivado de la suspensión temporal del servicio.
Sin embargo, un familiar de los afectados decidió presentar una demanda, a la cual se sumaron cerca de medio centenar de personas. En septiembre del 2014, una sentencia de un juzgado de Riohacha les dio la razón y declaró como patrimonialmente responsables a la firma y al Ministerio de Minas de lo sucedido. Con algunas variaciones, la decisión de pagar 3.700 millones de pesos fue ratificada tres semanas atrás, abriendo un verdadero boquete que puede dar origen a decenas de procesos.
Sin entrar en honduras legales, el Tribunal determinó que a los demandados les aplica el régimen de responsabilidad por riesgo excepcional, según el cual “el Estado responde patrimonialmente por los daños y perjuicios ocasionados a personas expuestas a un riesgo”. Hasta ahora, esa doctrina se había aplicado en contra de entidades públicas, pero es la primera vez que afecta a una sociedad privada. El argumento es que al ser concesionaria de un servicio, esta debe asumir por extensión las implicaciones del atentado.
No menos llamativa es la afirmación de que Promigas no tomó precauciones excepcionales, dado el clima de seguridad que por ese entonces prevalecía en el país, como si cuidar el tubo a lo largo de toda su extensión fuera algo sencillo. Frente a la presencia de población en la zona, la empresa señaló que en 1976, cuando se construyó el gasoducto con los permisos debidos, nadie habitaba el área.
Cualquier observador desprevenido pensaría que la providencia podría ser reversada en una instancia superior. Y aunque es posible acudir al Consejo de Estado para que la revise, habría que pagar la suma determinada de una vez, con lo cual la probabilidad de recuperarla de vuelta, si este da marcha atrás, sería nula. Por tal motivo, existe la opción de una tutela, de pronóstico reservado.
Así las cosas, es explicable que las alarmas se hayan disparado tanto a nivel gremial como de compañías que podrían estar expuestas a reclamaciones parecidas. Y es que una cosa es ser responsable de las actuaciones propias y otra tener que asumir las consecuencias de las prácticas criminales de un tercero. De triunfar definitivamente esa tesis, se comprobaría que el activismo judicial le vuelve a recortar terreno a la actividad privada en Colombia.
Ricardo Ávila Pinto
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@ravilapinto