Este lunes en Quito volvió a quedar en claro lo elocuente que puede ser una silla vacía. Y es que a la reunión citada en la sede de la cancillería ecuatoriana, a la cual asistieron una docena de naciones con el propósito de hablar del desafío que constituye para América Latina la migración venezolana, faltaron solamente los delegados del gobierno de Nicolás Maduro.
La ausencia, a decir verdad, no fue sorpresiva. El régimen en Caracas se ha negado a reconocer un éxodo que no tiene paralelo en la historia de la región y que abarca a cerca de 2,5 millones de personas, de acuerdo con la ONU, aunque hay estimativos que mencionan una cifra todavía mayor.
El motivo, como lo señalan incontables testimonios de aquellos que se ven obligados a dejar todo atrás en busca de un futuro mejor en otras latitudes, es el hambre, la ausencia de medicinas y la posibilidad de ayudar a los que se quedan atrás. Los reportajes periodísticos abundan en testimonios en los cuales el lugar común es la desesperanza, atribuible a un manejo económico que no ha hecho más que exacerbar la escasez y la hiperinflación.
Aunque en un comienzo los países del área adoptaron una política de puertas abiertas, con el correr de los meses estas han empezado a cerrarse. El mes pasado, tanto Ecuador como Perú comenzaron a exigir el pasaporte a quienes quisieran ingresar a su territorio, lo cual, en la práctica, constituye una barrera casi insalvable para los que desean ser admitidos formalmente. El atraso en la expedición de libretas se aproxima a dos años y solo aquellos dispuestos a pagar una buena cantidad de dólares pueden acceder a una.
Colombia es de los pocos que no ha impuesto restricciones, aparte del registro en la zona fronteriza. Si bien esa actitud es encomiable debido a múltiples razones, existe el riesgo de que la capilaridad observada hasta ahora se vea bloqueada. Para decirlo con claridad, la presión de quienes llegan puede aumentar mucho más, ocasionando costos muy superiores a los contabilizados hasta ahora.
De acuerdo con las estadísticas de las autoridades migratorias, a finales de agosto había 935.593 venezolanos en el territorio nacional. Cerca de la mitad había regularizado su situación, mientras que 361.399 estaba en proceso de hacerlo. Tan solo un 11 por ciento había superado el tiempo de permanencia o se encontraba sin autorización, anotando que algunos pudieron dirigirse al sur por puntos diferentes a los puestos fronterizos.
Los datos disponibles muestran que casi una cuarta parte de los que arribaron en los últimos cuatro años están en Bogotá y sus inmediaciones. Después de la capital, los departamentos que más migrantes albergan son La Guajira, Norte de Santander, Atlántico y Antioquia, aunque la fotografía es más amplia, pues hay presencia documentada de venezolanos en algo menos de la mitad de los municipios del país.
Si bien las encuestas todavía señalan un respaldo mayoritario a esa acogida, los márgenes son menores ahora. El más reciente Gallup Poll mostró que el apoyo cayó cuatro puntos, hasta 52 por ciento. Cada vez son más frecuentes los casos de xenofobia, además de las acusaciones sobre robos y otros delitos adjudicados a nacionales de la nación bolivariana.
Dado el complejo panorama social y económico actual, es indudable que Colombia está en lo correcto cuando señala que esta es una crisis de carácter internacional, cuyo manejo requiere instancias multilaterales y acceso a recursos cuantiosos. La petición de que la ONU designe un encargado para supervisar el tema es procedente, así como insistir en estrategias conjuntas en el ámbito regional. La cita en Quito debería ser un paso adicional en la dirección correcta, pero aún falta mucho camino para resolver una emergencia que está lejos de terminar.
Ricardo Ávila Pinto
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