Son evidentes las diferencias entre el acto que tuvo lugar el 26 de septiembre en Cartagena y el programado para este jueves en el Teatro Colón de Bogotá, así los protagonistas sean los mismos. Tal como aquella vez, Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño estamparán sus firmas en un documento que abre la puerta para que las Farc dejen definitivamente las armas y se conviertan en un partido político, pero lo harán en circunstancias distintas.
Para comenzar, no asistirán dignatarios de otros países –aparte de los representantes del cuerpo diplomático y un puñado de funcionarios internacionales– ni mucho menos habrá palomas o sobrevuelos de aviones de la FAC. La idea es que la ceremonia sea sobria y corta, incluso teniendo en cuenta los inevitables discursos, a sabiendas de que la opinión muestra agotamiento con el tema.
Pero, quizás, el principal contraste frente a la ocasión anterior es la certeza de que el camino que viene estará lleno de dificultades. No se trata simplemente de cumplir con lo expresado en un extenso acuerdo que demandará el esfuerzo de varias administraciones sucesivas e inversiones cuantiosas, sobre todo en lo que atañe al desarrollo rural.
Todo apunta a que viene un periodo tumultuoso, que probablemente se prolongará hasta las elecciones del 2018.
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Tampoco es solo el reto de promulgar leyes o llegar hasta una reforma constitucional, para lo cual habrá que trabajar con el Congreso durante muchas jornadas. Hasta la creación de la jurisdicción especial para la paz y la necesidad de ponerla en marcha cuanto antes, palidece ante la certeza de que esta etapa sucede en medio de una indeseable polarización que, lejos de desaparecer, da la impresión de hacerse más profunda.
Cada lado tiene sus argumentos para decir que hizo lo posible para que se superaran las distancias del 2 de octubre, cuando quedó claro que la ciudadanía estaba dividida en dos. El Gobierno insiste en que tomó notas de todas las observaciones hechas a los capítulos originales y que defendió las propuestas de modificación de manera leal, a lo largo de extenuantes jornadas en La Habana. Los partidarios del ‘No’ opinan que los puntos esenciales que habían planteado quedaron excluidos de los textos reformados, por lo cual desconocen lo conseguido.
Las cosas se complicaron, además, por cuestiones de forma. Nadie sabe a ciencia cierta qué habría pasado si en lugar de anunciar públicamente que los diálogos se finiquitaron, los representantes del Ejecutivo se hubieran tomado unos días para explicar las reformas, que no fueron pocas. El hecho es que las vanidades y las descalificaciones mutuas acabaron siendo más importantes que el nuevo contenido, ignorado por la mayoría de la opinión.
Ante esa realidad, viene un periodo tumultuoso que muy probablemente se prolongará hasta las elecciones del 2018. Cualquier persona que sepa leer las señales políticas, sabe que el compromiso de cumplir o desconocer lo pactado formará parte de las plataformas de los candidatos de diferentes vertientes. Ello hará que el clima de incertidumbre actual se extienda, algo que evitará que el tan mentado dividendo que dejaría la paz sea tan abultado como se llegó a pensar.
El lado más abominable de la división actual, empieza a verse ya. El asesinato de un número importante de líderes sociales es un campanazo de alerta que se debe tomar muy en serio, pues más de uno aprovecha para pescar en el río revuelto de la discordia.
En lugar de que la sociedad como un todo rechace la violencia, comienzan las recriminaciones que solo sirven para ensombrecer el panorama.
Por tal razón, los ceños adustos se ven más que las caras de esperanza. No hay duda de que la etapa que hoy arranca es una inmensa oportunidad para que Colombia dé un paso adelante, construyendo una sociedad más próspera y justa. Tristemente, esa posibilidad se ve disminuida por divisiones irreconciliables, atribuibles a líderes que vuelven a anteponer cálculos e intereses individuales, al bienestar de toda la población.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto