Han pasado pocos días desde cuando el presidente mexicano Enrique Peña Nieto se anotó otra victoria política, tras la aprobación por parte del Senado de su país de las llamadas leyes secundarias que reglamentan, para el sector de las comunicaciones, una reforma constitucional dirigida a combatir los monopolios, que recibió luz verde el año pasado. Los efectos del paquete de normas no demoraron en sentirse, como lo reflejó el anuncio de América Móvil, cuyo accionista mayoritario es Carlos Slim, de vender parte de sus activos y así evitar sanciones.
La razón de la decisión es una. Bajo las nuevas condiciones, el emporio del magnate tendría una posición de preponderancia, que nace del hecho de controlar –directa o indirectamente– más del 50 por ciento de audiencia, tráfico, usuarios o suscriptores de un determinado segmento. Y tanto en telefonía fija como celular y conexiones a internet de banda ancha, el conglomerado cumple con esas condiciones. Tan solo en el caso de los móviles cuenta con más de 73 millones de líneas activas en una nación con algo más de 100 millones de habitantes.
Por tal motivo, ha comenzado un proceso orientado a formar una compañía que contendría operaciones y clientes suficientes para bajar de la proporción mencionada, la cual sería vendida a un tercero. En una entrevista con una agencia de prensa, el propio Slim dijo que antes de seis meses debería quedar todo definido y negó tener preferencia alguna por cualquier comprador. Entre los posibles postulantes se mencionan nombres como las estadounidenses AT&T o Verizon, al igual que China Telecom, que podrían pagar más de 10.000 millones de dólares, según los analistas.
Pero más allá de esas especulaciones y de cómo se definan las cosas, es indudable que se ha producido un verdadero terremoto cuyas réplicas comienzan a sentirse. Ahora los ojos están puestos sobre Televisa, el gran jugador de la televisión en México, que también deberá hacer algo si no quiere exponerse a grandes castigos.
Los observadores sostienen, igualmente, que lo ocurrido puede inspirar a otros países de la región a tomar medidas en el mismo sentido. Al fin de cuentas, la bandera contra los monopolios genera grandes réditos en materia política en cualquier lado.
No obstante, quienes saben de estas cosas están divididos sobre la conveniencia de hacer las cosas a la mexicana o en su lugar concentrarse en las medidas que garantizan el derecho a la competencia y limitan los abusos de posición dominante en un mercado específico. De tal manera, hay académicos que afirman que el modelo que impulsó Peña Nieto penaliza a las firmas innovadoras y eso puede traducirse en estándares más bajos de servicio y menores inversiones. Otros sostienen que los excesos a veces son tan evidentes y el poder sancionatorio tan limitado que hay que poner límites claros.
Mientras la polémica continúa, vale la pena preguntarse si en Colombia pueden soplar esos vientos. Al fin de cuentas, hace poco naufragó en el Congreso un proyecto de ley orientado a combatir los monopolios en el segmento de las telecomunicaciones que en su momento recibió más de un respaldo.
Quizás el mejor argumento que tiene Colombia para no meterse en inconvenientes camisas de fuerza es contar con un marco que funcione bien. En tal sentido, el país ha recibido elogios como el de la Ocde, que en un estudio reciente señaló que el régimen existente “es merecedor de elogios por su vitalidad y flexibilidad”. Aun así, la misma entidad habló de debilidades, algunas de las cuales vienen siendo subsanadas, pero que requieren un fortalecimiento de las herramientas y la independencia de la Superintendencia de Industria y Comercio, la autoridad única en este caso. Ese propósito debería formar parte de las prioridades de la administración Santos, ahora que empieza su segundo periodo.
Ricardo Ávila Pinto
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