Cuando en las encuestas se les pregunta a los colombianos sobre los grandes problemas nacionales, la lista que resulta es larga. Para los ciudadanos las dificultades que enfrenta el país son múltiples y de diversa índole, pues van desde los temas relacionados con la seguridad a los que tienen que ver con el bolsillo.
Sin embargo, más allá de ese panorama variopinto de dificultades, hay un punto que siempre se destaca. Este no es otro que la corrupción, el cual ocupa siempre los primeros lugares en los sondeos. Sin ir muy lejos, en el más reciente Gallup Poll, 84 por ciento de los interrogados al respecto consideró que este asunto está empeorando.
Dado que se trata de una percepción, pues medir con exactitud la persistencia de dicho delito es imposible, resulta complejo adelantar el debate sobre si estamos avanzando o dando marcha atrás. Al respecto es fácil entrar en descalificaciones y decir que no se ha hecho nada. Pero también vale la pena hacer una evaluación menos apasionada con relación a un flagelo contra el cual no se puede bajar la guardia.
Eso es precisamente lo que ocurrió esta semana cuando se conoció el reporte que elabora la Comisión Nacional de Moralización en la que participan los organismos de control, la Fiscalía y el Ejecutivo, entre otros. El informe muestra luces y sombras, aunque su valía radica hacer uso de instrumentos analíticos para mostrar en dónde están los problemas.
El terreno recorrido no es despreciable. Aparte de un estatuto anticorrupción que incorporó herramientas efectivas, hay que destacar la puesta en marcha de Colombia Compra Eficiente, una tienda virtual que ha dejado ahorros que se calculan en 200.000 mil millones de pesos, frente a adquisiciones de bienes y servicios para las entidades públicas por 750.000 millones. No menos relevante es la creación de la Secretaría de Transparencia y de un observatorio que permite estudiar la venalidad.
La combinación de medidas ha resultado en un crecimiento del 110 por ciento en las denuncias recibidas. Aunque no faltará quien diga que la situación está peor, quizás la interpretación correcta es que el sistema le da más confianza a la gente. Ahora, es obligación de la justicia responder con celeridad para proceder a investigar y, si es del caso, castigar culpables.
No obstante, llegar allá requiere una labor de coordinación institucional y priorización de casos que es compleja. Aun así, resulta clave acelerar los tiempos de respuesta, tanto para tomar acciones preventivas, pero especialmente para disminuir los riesgos de impunidad.
A este respecto, falta mucho por hacer. Delitos tan conocidos como cohecho, tráfico de influencias o celebración indebida de contratos representan tan solo una fracción de aquellos investigados contra la administración pública.
De manera complementaria, el balance de otros organismos no es el mejor. Si bien la Contraloría General ha adelantado numerosos procesos de responsabilidad fiscal, lo que se ha recuperado por sanciones es una mínima parte, pues llega al 1,5 por ciento del presunto detrimento, en promedio.
Claro que no existe parte más deprimente que el de las contralorías departamentales. Consideradas como un fortín burocrático que no cumplen con las funciones que se les han encomendado, su inefectividad es apabullante. Más de una tercera parte, por ejemplo, no produjo fallos el año pasado y estas se encuentran en geografías en donde los escándalos de corrupción abundan.
Lo anterior deja en claro que hay mucho por hacer, especialmente en el ámbito regional. Es obvio que hay que trabajar en materias como extinción de dominio, control interno o la ventanilla única de denuncias, aparte del fortalecimiento de la justicia. Pero, además, la verdadera guerra tiene que darse a nivel local, en donde hay que romper alianzas tenebrosas gracias a las cuales los avivatos se roban el dinero de los colombianos.
Ricardo Ávila Pinto
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