Es difícil encontrar un tema en materia económica que le produzca tanta pereza al Gobierno, como el de presentar una nueva reforma tributaria para consideración del Congreso. A pesar del compromiso adquirido por la Casa de Nariño a finales del año pasado, cuando aumentaron las tensiones entre el Ejecutivo y el sector privado, el ambiente en favor de una propuesta no existe en el Ministerio de Hacienda.
La razón, para decirlo con claridad, es que el margen de maniobra de la administración en el Capitolio es mínimo. Aunque, en teoría, las bancadas que componen la Unidad Nacional tienen mayorías suficientes para aprobar cualquier iniciativa, en la práctica no es así.
Aparte de que los parlamentarios se declaran enemigos de cualquier idea que obligue a la gente a pagarle más al fisco, la posibilidad de que en lugar de un texto ordenado nazca una especie de ‘Frankenstein’ normativo es elevada. Los sesgos ideológicos y la mano de los profesionales del cabildeo contribuyen a complicar algo que de entrada es difícil.
Debido a ello, el equipo económico venía señalando entre líneas que su principal contribución al tema sería la convocatoria de la Misión de Expertos para la Equidad y la Competitividad Tributaria, que comenzó labores hace tres meses. El reporte final, que debería quedar listo a finales del 2015, se convertiría en el principal insumo de la tan mentada reforma estructural, la cual serviría para equilibrar las cargas y cuyo impulso quedaría a cargo del mandatario que se ponga la banda presidencial en el 2018.
No obstante, todo indica que la realidad obligará a Juan Manuel Santos a agarrar el toro por los cuernos. Así se desprende del informe de avance que los técnicos que componen la Misión citada viene de hacer público. En pocas palabras, aparte de que el esquema actual tiene fallas inmensas en lo que hace a equidad y efectividad, la plata sencillamente no va a alcanzar para cumplir con los compromisos del presente cuatrienio.
La causa principal es la caída en los ingresos asociados a la actividad minero-energética. El descenso en los precios del petróleo y el carbón golpea a un segmento cuya buena evolución permitió que los recaudos públicos alcanzaran niveles sin precedentes. De acuerdo con los cálculos de los expertos, el faltante podría acercarse a unos 20 billones de pesos anuales, en comparación con lo recibido en el 2013.
Como si lo anterior fuera poco, hay una serie de contribuciones que tienen carácter transitorio. Tanto el impuesto al patrimonio como el gravamen a los movimientos financieros –que han sido descritos como antitécnicos por los especialistas–, empezarán a ser desmontados a finales de esta década.
Todo esto pasa mientras la regla fiscal obliga a que el faltante en las finanzas públicas sea cada vez menor. Puesto de otra manera, la posibilidad de compensar la brecha con un déficit más alto no existe, a menos que el país rompa con los parámetros que se fijó. Si eso ocurriera, el costo de endeudarse podría subir y la credibilidad del país quedaría en entredicho frente a los inversionistas institucionales.
La otra opción, claro está, es recortar fuertemente el gasto gubernamental. A finales del año pasado, se produjo un tijeretazo superior a seis billones de pesos, mientras que a comienzos de este se aplazó indefinidamente parte del presupuesto del 2015 por una suma similar.
No obstante, la magnitud del apretón sería de tal tamaño que la inversión estatal quedaría reducida a su mínima expresión, y programas sociales como la mejora educativa se verían en entredicho. Lo anterior contribuiría, además, a golpear la economía, dando origen a un círculo vicioso.
Ante ese escenario, más vale aceptar la realidad y empezar a preparar el terreno. Las justificaciones para impulsar una reforma estructural abundan. El debate no será fácil, pero el Ejecutivo tendrá que darlo, porque así no le guste, no tiene más remedio.
Ricardo Ávila Pinto
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