En la mañana de ayer, un comunicado de prensa proveniente de Cerrejón llegó a los diferentes medios que operan en el país.
En el escrito se informaba que en las horas de la tarde del lunes un tren cargado de carbón que se dirigía desde las instalaciones de la mina hasta Puerto Bolívar, en la bahía de Portete al norte de La Guajira, había sido objeto de un atentado que ocasionó el descarrilamiento de 7 de los 123 vagones que componían el convoy. De manera lacónica, la compañía expresaba que se trataba del segundo episodio de ese tipo en los pasados diez días.
Pocas horas más tarde, las noticias registraron el viaje del presidente Juan Manuel Santos a Tumaco, quien tuvo que desplazarse al puerto nariñense tras la voladura de una serie de torres de energía que dejó a oscuras a la población durante más de dos semanas.
En sus palabras, el mandatario no solo reiteró que las autoridades han logrado neutralizar más ataques, sino que se comprometió con medidas para mitigar el efecto de este y futuros apagones.
Pero más allá de entrar a considerar las acciones propuestas, el mensaje de fondo es que tanto en el norte como en el sur del territorio nacional se volvieron a ver los efectos de los ataques terroristas atribuidos a las Farc.
Los hechos relatados se suman a los que se vienen presentando desde mediados de septiembre, poco después de que fuera levantado el paro agrario y que las comunidades que bloqueaban diversas vías regresaran a sus lugares de origen.
El impacto de lo ocurrido no es despreciable. Los ataques contra la infraestructura se agregan a las acciones armadas y a los atentados en contra del transporte público, con saldo de personas muertas y heridas.
Especialmente intensa ha sido la actividad que ha golpeado los oleoductos, incluyendo el Transandino y el Caño Limón- Coveñas, lo cual ha impedido el transporte del crudo durante varios días, algo que se sintió en la producción petrolera, que el mes pasado bajó del nivel simbólico de un millón de barriles diarios.
Ante lo sucedido, los analistas tienen varias hipótesis. La más fuerte de todas tiene que ver con los vasos comunicantes que existen entre la ofensiva guerrillera y el transcurrir de los diálogos en La Habana. Como es bien sabido, de un tiempo para acá se ha notado cierta impaciencia entre la opinión, por cuenta del lento avance de las conversaciones.
Al respecto, los negociadores del Gobierno le atribuyen la falta de progreso a su contraparte, mientras que las Farc insisten en que no aceptan plazos perentorios para rubricar un eventual acuerdo.
Por cuenta de esas diferencias, el grupo subversivo ha recurrido a una táctica vieja como es la de subirle el perfil a su poderío militar.
El mayor nivel de hostilidad no solo le sirve para dejar en claro que todavía tiene poder de perturbación, sino que no existe el acentuado debilitamiento de sus fuerzas, del que habla el Ejecutivo. Además, lo hecho es una manera de presentarle a la opinión cómo sería el escenario si la propuesta de hacer una pausa sale adelante, pues la opción preferida de las Farc implicaría un paréntesis, pero con cese al fuego de por medio.
A la luz de esa realidad, el deber de la administración Santos es mantener la calma y la presión militar.
Por ejemplo, en el caso de Tumaco se sabe de las quejas de la población que ha sufrido las incomodidades propias de los cortes de luz, pero se conoce menos de las detenciones de quienes pertenecen a los frentes que operan en la zona –que son numerosas– o las incautaciones de material bélico.
Y mientras las Fuerzas Armadas hacen su trabajo, el mensaje que hay que transmitir en Cuba es que la voluntad de paz sigue, pero la paciencia del país no es infinita ni hay por qué sentirse rehenes del proceso.
Puesto de otra manera, las Farc necesitan convencerse de que no tienen la sartén por el mango, pues el tiempo, si se alarga, no juega a favor suyo, sino en su contra.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
Twitter: @ravilapinto