Las agradables temperaturas, propias del fin del verano, y los cielos despejados en las principales capitales financieras del mundo, parecían ir en contra de las nubes de tormenta que se estaban acumulando en el horizonte de los mercados financieros a comienzos de septiembre del 2008. Había crecientes señales de alarma, pero solamente cuando el banco Lehman Brothers tuvo que declararse en bancarrota, tras siglo y medio de existencia, el público fue consciente de la gravedad de la situación.
Lo que siguió a partir de ese momento bien podría describirse como el periodo más difícil del capitalismo desde la época de la Gran Depresión. Diez años atrás, la crisis financiera global estalló con fuerza y dejó secuelas que aún se sienten en diversas latitudes. De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, 24 países resultaron víctimas de crisis bancarias y el planeta experimentó su primera contracción desde el final de la Segunda Guerra.
No solo la economía acabó siendo afectada por la situación, sino también la política: el surgimiento del populismo, la xenofobia y las críticas a la globalización en las naciones más ricas, está directamente relacionado con los costos sociales que ocasionó la debacle. Millones de personas perdieron empleos y casas, sin poder recuperar el nivel de vida que tenían antes, lo cual se tradujo en un sentimiento de rabia colectiva que hoy se expresa en las urnas. Desde el brexit hasta Donald Trump pueden encontrar sus raíces en lo ocurrido.
Y lo que pasó es fácil de explicar. El alza en los precios de la vivienda en Estados Unidos al empezar el siglo creó una burbuja especulativa en el mercado de la finca raíz, cuyo tamaño creció de manera descomunal cuando los bancos rebajaron sus estándares de otorgamiento de crédito. A fin de cuentas, las hipotecas que se otorgaban se convirtieron en vehículos de inversión que cambiaron de mano muchas veces y llegaron a ser adquiridas por instituciones europeas y de otros lugares. Cuando se decretó la emergencia, quedó claro que los contagiados por el virus de la codicia eran incontables.
Al ser evidente que el respaldo de miles de millones de dólares en documentos no tenía valor alguno, llegó una crisis de confianza que acabaría volviéndose sistémica. Durante semanas, la actividad financiera, que equivale a la savia que alimenta el árbol de la economía, se paralizó. Solamente la respuesta contundente del Banco de la Reserva Federal y de un puñado de bancos centrales europeos –inyectar liquidez y asumir pasivos– detuvo la avalancha. Para horror de los ortodoxos, el dinero público les sirvió de salvavidas a los responsables de los excesos.
Que el fin justificó los medios, al menos en este caso, es un argumento usual. Más allá de las penurias de muchos, el mensaje central es que un derrumbamiento del sistema financiero mundial habría dejado un saldo todavía peor. Tras el bache, regresó el crecimiento y un buen número de naciones –no todas– recuperaron el terreno perdido.
Como es de suponer, los analistas se preguntan si se aprendieron las duras lecciones que dejó la experiencia. La respuesta es que la regulación es más estricta,en cuestiones de transparencia y de exigencias de capital a los bancos. No obstante, el endeudamiento global se mantiene en niveles elevados y la innovación financiera va más rápido que las normas.
Para América Latina, muchos de los eventos relatados fueron lejanos. Aun así, la región resultó afectada por los tropiezos del comercio y el posterior derrumbe en los precios de los bienes que exporta. Igualmente, un buen número de países del área se endeudó más de lo que debería, atraído por tasas de interés bajas y una amplia oferta de fondos. Ahora que el viento cambió de dirección, es difícil aconductarse. Eso también está relacionado con lo que pasó en septiembre del 2008.