Después de que el comienzo de la temporada invernal en Colombia llegara con su primer saldo de víctimas mortales en la población caldense de Marquetalia, vuelven a cobrar relevancia las advertencias en cuanto a la presencia de cisnes negros en el horizonte. El término en cuestión hace referencia a riesgos devastadores, impredecibles y no asegurables, algo en lo cual el país cuenta con experiencia de sobra.
Los ejemplos más comunes en este frente son los relacionados con la furia de la naturaleza. En América Latina, todavía se recuerdan las terribles consecuencias del terremoto que asoló a Haití en el 2010. Un evento más reciente es la sequía que deprimió la producción agrícola de Argentina este año y que tiene una elevada cuota de responsabilidad en la mala hora por la que pasa la economía de la nación austral.
A sabiendas de que en el territorio colombiano hace presencia no solo el llamado cinturón de fuego, sino que hay una historia de sismicidad, es clave mantener la guardia en alto. El calentamiento global nos hace más vulnerables a los eventos climáticos extremos, algo que se expresa en falta o exceso de lluvias, sujetas a los caprichos del fenómeno de ‘El Niño’. Además, la zona costera se expone al aumento en el nivel de los océanos y a eventuales huracanes.
Un documento reciente del Banco Mundial muestra que, a pesar de lo complejo que puede ser el ejercicio de predecir el clima, hay avances y experiencias que merecen ser imitadas. No se trata de evitar sucesos que van más allá del control de la humanidad, sino de mitigar sus efectos. El conocido refrán según el cual ‘vale más prevenir que lamentar’ es el punto central de cualquier estrategia.
Una mención particular merecen los avances institucionales logrados en el marco de la Alianza del Pacífico. El bono catastrófico lanzado unos meses atrás permitirá cubrir vacíos en materia de seguros, justo en momentos en los cuales el sector analiza con más cuidado las contingencias derivadas de proteger zonas geográficas más propensas a los siniestros que otras.
No obstante, a la hora de hablar de cisnes negros hay que referirse a escenarios que, así sean indeseables, muestran alguna probabilidad de ocurrencia. Una confrontación militar con Venezuela entra en esa categoría. Para comenzar, una carrera armamentista destinada a fortalecer la capacidad ofensiva ahondaría las presiones fiscales y llevaría a restringir el monto para programas sociales o de infraestructura.
Peor, todavía, sería la eventualidad de una conflagración. Más allá del nombre del ganador, los daños serían de tal magnitud que al final no habría vencedores en ningún lado de la frontera, sino años de desarrollo perdidos, aparte del costo en vidas humanas.
Otro riesgo que vale la pena tener en cuenta es el político. Hasta la fecha, y a pesar de sus fallas, el sistema democrático ha servido para consolidar avances que se expresan en menores tasas de pobreza, mayor esperanza de vida y una cobertura más elevada de educación. Sin embargo, en América Latina hay ejemplos de regímenes que le dieron un giro pernicioso al ejercicio del derecho de elegir y ser elegido.
Entre los peligros que aparecen en la lista es obligatorio incluir la llegada de gobiernos de corte populista que toman decisiones irresponsables y abandonan el buen manejo de los asuntos públicos. Peor aún sería un caudillo que trate de seguir los pasos que se han visto en Venezuela, Nicaragua o Bolivia. Es fácil creer que la sensatez primará en los votantes, pero ejemplos como el de Brasil no dejan espacio para la esperanza.
Por tal motivo, vale la pena pensar a veces en lo impensable. La posibilidad de que un cisne negro nade en aguas colombianas es baja, pero existe. Y no solo por cuenta de los desastres causados por la naturaleza, sino por las personas.