En medio de las noticias que hablan de la destrucción causada en México y el Caribe por la furia de la naturaleza es fácil relegar a segundo plano otros peligros en los que está involucrada la mano del hombre y no el azar. Por tal motivo, vale la pena llamar la atención sobre lo que significa para el clima internacional el extenso discurso de Donald Trump, pronunciado ayer en la Asamblea General de las Naciones Unidas.
A lo largo de 41 minutos, el actual inquilino de la Casa Blanca rompió con décadas de tradición diplomática al hacer una defensa del unilateralismo como la política que usará en el manejo de los asuntos globales. En pocas frases, la defensa de la cooperación entre las naciones y la búsqueda de propósitos comunes que respondan al interés general fueron sustituidas por la doctrina de “América primero”, que defiende el magnate neoyorquino.
En esta ocasión sus amenazas se concentraron en tres países: Corea del Norte, Irán y Venezuela. Aunque también hubo dardos dirigidos a otras latitudes, aquí les mostró los dientes a aquellos que podrían describirse como amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos, bajo la óptica del mandatario republicano.
De los mencionados, el asunto más inquietante es el de Pyongyang. Como es bien sabido, el régimen de Kim Jong-un desarrolló no solo su arsenal nuclear, haciéndolo cada vez más potente en términos de poder destructivo, sino que ahora cuenta con misiles capaces de impactar un blanco al otro lado del océano. Las alarmas antiaéreas que se han encendido en Japón tras el paso de proyectiles por su espacio aéreo dan una idea del tamaño del peligro.
Pensar en un ataque por parte de la dictadura comunista suena descabellado. El lío es que la lógica que opera en la mayor parte del planeta no necesariamente es la que se utiliza entre los norcoreanos, que técnicamente siguen en guerra con su vecino del sur. Frente a los pasos amenazantes dados antes, la respuesta de las potencias había sido una mezcla de zanahoria y garrote, pero Trump se inclina por las amenazas al grado extremo, como lo demuestra su afirmación de que está dispuesto a destruir totalmente a su antagonista.
En lo que atañe a Teherán, las cosas tampoco son fáciles. En su momento, Barack Obama firmó un convenio en el que participaron seis países con el fin de levantar las sanciones impuestas a los iraníes a cambio de inspecciones a su programa de desarrollo nuclear. El pacto continúa vivo, pero parecería tener las horas contadas.
Romper con la antigua Persia le agregaría un elemento de inestabilidad al desequilibrado Medio Oriente. Es verdad que la amenaza del Estado Islámico ha disminuido, pero las tensiones entre chiitas y sunitas continúan presentes, cada uno con poderío militar detrás.
Por su parte, la cuestión de Venezuela exige un tacto del cual Washington parece adolecer. A pesar de los consejos de los conocedores, Trump estaría inclinándose por las tácticas de intervención abierta que pusieron en marcha algunos de sus predecesores.
Sobre el papel, no falta quien piensa que sería mejor que el Tío Sam actúe y saque de una forma u otra a Nicolás Maduro del Palacio de Miraflores, pero la historia de la región muestra que las heridas que se abren cuando el fantasma del imperialismo se encarna tardan años en cerrarse. Por tal razón, es de esperar que los presidentes latinoamericanos que se sentaron a manteles con el mandatario estadounidense el lunes en la noche hayan pedido mesura.
La pregunta es si Trump escucha o no. Quienes se precian de conocer su carácter sostienen que éste parte de una posición dura como estrategia de negociación, con el fin de llegar a un desenlace posible. El problema es que esa actitud, válida en el mundo de los negocios, no necesariamente funciona bien en la política internacional. Y eso no hace más que disparar el riesgo de una equivocación.