Algún día los historiadores dirán que todo ocurrió en menos de seis meses. Y es que todavía no se cumplen 180 días desde aquel 22 de enero en el cual Donald Trump informó que Estados Unidos tenía la intención de aumentar los aranceles que pagan los paneles solares y las máquinas lavadoras que importa. De esos 18 productos iniciales, la lista va en 10.000 e involucra a los grandes jugadores en el campo del comercio exterior: China, la Unión Europea, México, Canadá y Corea del Sur.
Saber cómo va a terminar esto es imposible, pero es evidente que los inversionistas no están tranquilos. El de ayer fue un día malo para las acciones o los productos básicos, ante la percepción de que las sanciones de uno y otro lado afectarán los niveles de intercambio, golpeando eventualmente la salud de la economía mundial.
Que la cuenta se paga entre todos es algo difícil de discutir. Para citar un ejemplo cercano, ayer las cotizaciones del níquel cayeron en cerca de 3 por ciento, lo cual tiene incidencia sobre las ventas de Cerro Matoso, la planta que produce el metal en inmediaciones de Montelíbano, en el departamento de Córdoba, y cuyas cifras muestran una notable recuperación este año.
Por ahora, los ceños fruncidos se observan especialmente en las grandes capitales. El motivo es que la Casa Blanca está reescribiendo las reglas del juego que empezaron a tener vigencia después de la Segunda Guerra o de la ampliación de la membresía de la Organización Mundial de Comercio. Hasta hace poco, parecía fácil entender quiénes eran aliados a ambos lados del Atlántico o cuáles naciones podían trabajar en busca de objetivos comunes a ambos lados del Pacífico, pero eso está en veremos ahora.
Las dudas van más allá de la economía. Durante la cumbre de la Otan, que comenzó ayer en Bruselas, Trump le clavó varios dardos a Alemania y exigió que los integrantes del bloque aumenten de forma sustancial su presupuesto de gastos de defensa. Su actitud ambivalente hacia Rusia, con cuyo mandatario se reunirá en los próximos días, también genera preguntas.
Sin embargo, la mayor preocupación es lo que pasa entre Washington y Pekín. La posibilidad de que cerca del 90 por ciento de los bienes chinos que se venden en territorio estadounidense deban pagar impuestos más elevados, inquieta a múltiples observadores. Incluso legisladores del Partido Republicano han cuestionado la lógica de elevar barreras, ante la impresión de que la cuenta la pagarán los consumidores o las industrias a las que les aumentarán los costos de los insumos que usan.
Por otro lado, está el efecto contrario. En lugar de usar la misma táctica, China se ha concentrado en los renglones que dejan damnificados en las regiones que respaldan al inquilino de la Casa Blanca. Así pasa con la soya, que se puede sustituir fácilmente con proveedores argentinos o brasileños, mientras los agricultores de estados como Ohio o Indiana ven cómo la cotización del grano que cultivan baja en cerca de 20 por ciento.
Aquello de golpear donde más duele puede costarles a los republicanos la mayoría que hoy detentan en el Congreso. Las elecciones del próximo noviembre no pintan bien para el partido de gobierno, por lo cual los llamados a Trump para que actúe con cabeza fría vienen ahora desde su propia bancada.
El problema es que el carácter imperioso e impredecible del presidente de Estados Unidos acaba imponiéndose. Su táctica de intimidar al contrario, elevando la apuesta al máximo, es similar a la que usaba en el mundo de los negocios, con la diferencia de que aquí corre el riesgo de ocasionar daños irreparables. De ahí que el nerviosismo creciente de los inversionistas esté justificado, porque en lo que atañe a la diplomacia y la economía global, hay males que no tienen remedio.