Cuando hace un par de semanas se conoció un comunicado suscrito por quince gremios que expresaron su preocupación ante la suspensión judicial de varias obras clave para el desarrollo de Bogotá, no faltó quien llegara a pensar que ese pronunciamiento serviría para que las cosas volvieran a su cauce. Tales esperanzas, sin embargo, quedaron sepultadas un par de días atrás, cuando el juez 49 del circuito ratificó las medidas cautelares que frenan las obras de Transmilenio en la carrera Séptima.
Más que entrar en los detalles de la acción popular instaurada por una serie de vecinos que se sienten afectados por el proyecto, vale la pena resaltar la pobreza de los argumentos contenidos en el fallo. El desconocimiento de los estudios técnicos presentados y la utilización de Google Earth, en lugar de los planos que elabora el catastro, dejan un pésimo sabor con respecto a la seriedad de la providencia.
Por cuenta de la determinación, queda en riesgo una obra avaluada en 2,4 billones de pesos, cuya realización sería clave para mejorar la movilidad en una zona estratégica de la ciudad. Los daños potenciales van mucho más allá, pues las inversiones ya realizadas entre compra de predios, estudios, diseños y pólizas superan los 400.000 millones de pesos.
A lo anterior hay que agregar que fracasarían varias iniciativas adicionales, que incluyen, entre otras, la troncal de Transmilenio por la carrera 68 y la calle 100, la ampliación de la carrera Séptima hacia el norte a través de una asociación público privada o la hechura de andenes y ciclovías. Para una urbe que ha visto subir sus índices de desocupación, no es una buena nueva que se aplace indefinidamente un emprendimiento que habría generado más de 20.000 empleos, aparte de compras importantes de hierro y cemento.
Los enemigos del alcalde Enrique Peñalosa, que no son pocos, están de plácemes. Pero el haber detenido una de las propuestas emblemáticas de la administración puede calificarse como una victoria pírrica. A fin de cuentas, el actual inquilino del Palacio Liévano entregará su cargo a finales de este año y quien lo reemplace encontrará que las promesas de campaña se estrellarán contra la realidad de la contratación pública.
Hacer borrón y cuenta nueva implicará que los trancones actuales serán peores y que una solución alternativa, por buena que suene, demorará todavía más tiempo en volverse realidad. Los platos rotos acabarán siendo pagados por unas 700.000 personas que comprobarán en carne propia las consecuencias de la falta de rigor de los jueces y de los propios entes de control.
No menos inquietante es constatar que los veredictos judiciales se han convertido en un palo en la rueda que conduce a los gobernantes a cruzarse de brazos. Aparte de la suspensión de las obras del Parque San Rafael o de la venta de las acciones de la ETB, hay 47 procesos que buscan paralizar iniciativas de la alcaldía. En los mentideros políticos, se asegura que el metro –cuya licitación está cerca de abrirse– se encuentra en la mira.
Aceptando que la ley debe aplicarse y que la gente tiene derecho a instaurar una demanda si siente que su calidad de vida está siendo vulnerada o puede serlo, no se puede olvidar que el bien común prevalece sobre el particular. Y es que, en abstracto, cualquier iniciativa pública afecta a unos y beneficia a otros. A los encargados de establecer justicia les corresponde evitar abusos y al mismo tiempo respetar los fueros de las administraciones locales, departamentales o nacionales.
De hacer carrera, el activismo judicial abriría otro interrogante para la economía. A las quejas conocidas sobre la inestabilidad jurídica, se sumaría el peligro de fallos sobre temas técnicos, emitidos por personas que no lo son. Es clave que las altas cortes eviten que sigamos por ese camino.