A menos que suceda un imprevisto de marca mayor, antes de que llegue la Navidad el Congreso de Estados Unidos le dará su apoyo final a la reforma tributaria ideada por Donald Trump, cuya piedra angular es un fuerte recorte en las tarifas que hoy pagan las empresas. El paquete de reducciones incluye también alivios para las personas naturales, debido a lo cual es bien vista por la mayoría del público norteamericano, según los sondeos.
Que la administración necesita una victoria en el legislativo, es evidente. Tras casi once meses del cambio de mando en la Casa Blanca el Partido Republicano tiene poco que mostrar y sabe que el viento está en su contra. El triunfo el martes en la noche del candidato de los demócratas en Alabama en una elección para llenar una vacante en el Senado, en un estado sureño de mayoría conservadora, confirma que a la colectividad que hoy domina ambas cámaras le quedará difícil salir indemne de los comicios de noviembre del 2018.
No obstante, la justificación principal de la rebaja en las tarifas es económica. La línea argumental es que una menor carga impositiva se traducirá en más inversión y mayor consumo, con lo cual lo que se pierde por un lado llegará por el otro.
De acuerdo con un documento de una página, entregado por el Departamento del Tesoro a comienzos de esta semana, el Producto Interno Bruto estadounidense aumentaría su ritmo hasta un promedio del 2,9 por ciento anual a lo largo de una década. Debido a esa mejora, los ingresos para el fisco subirían en 1,8 billones de dólares, lo cual compensaría con creces los 1,5 billones que dejarían de recibir las arcas federales.
El mensaje de que todos harán un buen negocio es fundamental en el discurso de Trump. Como es su costumbre, el mandatario no ahorra adjetivos para señalar que va a crear un círculo virtuoso de mayor prosperidad en el cual el gran beneficiado, al final de cuentas, será el ciudadano común.
Sin embargo, la mayoría de los analistas se apartan de esa interpretación. Aunque en esta materia hay cifras para todos los gustos, los tanques de pensamiento más rigurosos sostienen que a pesar de un impulso inicial en la dinámica de la economía, para el 2027 el déficit gubernamental habrá aumentado en un billón de dólares que tendrá que ser financiado con mayor deuda pública.
El fundamento de ese pronóstico es la experiencia de reformas similares presentadas durante las administraciones de Ronald Reagan y George W. Bush, en 1981, 1986, 2001 y 2003. En todos los casos, la justificación fue que las tarifas elevadas llevan a que caiga el recaudo, un planteamiento hecho en su momento por el profesor Arthur Laffer, por lo cual lo correcto es aflojar el torniquete.
Y aunque eso suena muy bien, la evidencia muestra que en algunos casos los menores gravámenes se compensaron con eliminación de deducciones, con lo cual el efecto acabó siendo cercano a cero, mientras que en otros el agujero presupuestal aumentó.
Sin entrar en honduras técnicas, el mensaje es que la fórmula de que a menores impuestos más crecimiento no necesariamente funciona y, en cambio, genera otros riesgos.
Aun así, el entusiasmo de los inversionistas es grande. Las acciones en Wall Street siguen alcanzando máximos históricos y los propietarios de las empresas saldrán ganando del recorte previsto.
Ante ese referente, es fácil caer en la tentación de proponer algo similar para Colombia, como queda claro en lo que dicen parte de los candidatos presidenciales. Pero allá, como aquí, hay que hacer bien las cuentas. Porque si bien los mercados le pueden perdonar a Washington que muestre un déficit más alto, en nuestro caso eso no sucede. Y ahondar el agujero fiscal no es una opción válida si de lo que se trata es de llevar la economía colombiana a puerto seguro.