La guerra contra la corrupción se está perdiendo. Al menos eso es lo que creen los colombianos, según el más reciente informe de Transparencia Internacional, el cual reveló que Colombia cayó seis puestos en el Índice de Percepción de este flagelo. Dentro de un listado de 180 países, pasamos a la casilla 96, con un puntaje de 37 puntos sobre 100, el mismo desde hace cuatro años.
No hay duda de que la impresión de que las cosas no avanzan está relacionada con la lenta marcha de varios casos emblemáticos. Uno de ellos es el del exgobernador de Córdoba, Alejandro Lyons, responsable de enormes desfalcos en su departamento. Solo uno de los casos, el llamado cartel de la hemofilia, constituye una pérdida de más de 50.000 millones de pesos en recursos públicos. A pesar de las pruebas en contra del exfuncionario, varias voces han advertido sobre el riesgo de que el castigo que reciba no guarde proporción con las gravísimas faltas cometidas.
La visión de la ciudadanía respecto al cáncer de la venalidad muestra un claro deterioro. De acuerdo con el más reciente Gallup Poll, el 86 por ciento de los colombianos considera que esta lacra está empeorando: 32 puntos porcentuales más que en el 2010.
La popularización del famoso concepto de la “mermelada” ha minado la credibilidad de los esfuerzos contra la corrupción, a cargo de la Casa de Nariño. Además, el destape de poderosas redes criminales en las altas cortes y otras áreas de la administración pública no solo confirman que el robo a las arcas estatales no respeta condición, sino que también disparan la pérdida de legitimidad institucional. Carruseles, carteles y demás esquemas sofisticados de fraude son hoy conceptos comunes para la gente, aparte de frecuentes invitados en las primeras planas de los periódicos.
La revelación de los sobornos de la multinacional brasileña Odebrecht confirma que este mal es un fenómeno globalizado, capaz de contaminar las más altas esferas políticas y económicas. La cooperación judicial internacional resultó clave para destapar la olla, la misma que golpeó el prestigio de la democracia a lo largo y ancho del hemisferio.
El hastío con el tema ejerce una influencia notable en la dinámica de la actual campaña presidencial. Dos candidaturas –la del ex alcalde Gustavo Petro y la del exgobernador Sergio Fajardo– han construido sus discursos de gobierno alrededor de la lucha contra la corrupción, lo cual puede explicar –al menos en parte– que ambos estén encabezando los sondeos de intención de voto más recientes. Obviamente, las demás campañas también han hablado sobre lo que piensan hacer para poner la venalidad en retirada, pero en sus plataformas otras temáticas tienen igual o mayor preponderancia.
Al hastío con la impresión de que el asunto se encuentra desbordado, se está pasando a la frustración y la rabia. Las revelaciones de los entes de investigación y el periodismo llevan a muchos a creer que el sistema político colombiano en todos sus niveles, ramas del poder, sectores de la administración y regiones, está contaminado.
Esos sentimientos están detrás del crecimiento de opciones más radicales contra el establecimiento. La cercanía de las elecciones parlamentarias y el mensaje de que volverán al Capitolio “los mismos con las mismas” refuerza la actitud de quienes piensan que aquí no hay nada que hacer.
Tal sensación se opone a los éxitos investigativos de la Fiscalía, al igual que a la labor de Procuraduría y Contraloría. Hay quienes ven la paradoja de que a mayores hallazgos y acusaciones, sube la percepción de corrupción. Y aunque no hay duda de que la cura comienza por identificar el mal, falta que la justicia aplique castigos ejemplares. Porque solo demostrando que el crimen no paga se podrá derrotar a la corrupción en Colombia.