Quienes han tenido la oportunidad de mirar con cuidado los contenidos de la ley que le dio vida al plan de desarrollo ‘Prosperidad para todos’ no han dejado de sorprenderse por algunas cosas.
Ese es el caso del Artículo 235 de la iniciativa, según el cual las entidades públicas de orden nacional se pueden liberar, durante dos años, de restricciones que vienen desde el comienzo del siglo en lo que hace a contratación de gente. Para ser más específicos, el texto citado suspende hasta mediados del 2013 el Artículo 92 de la Ley 617 del 2000, según el cual los gastos de personal no pueden crecer en términos reales.
El origen de esa disposición fue la difícil situación de las finanzas públicas en dicha época. Ante el crecimiento del déficit fiscal, algunos de los integrantes del equipo económico del momento –que ahora han vuelto al Gobierno– impulsaron la decisión de limitar la nómina estatal.
Lo anterior, sin embargo, no llevó necesariamente a que las contrataciones terminaran.
Tal como ocurre en casos en los que se adoptan restricciones extremas, los administradores de las diversas entidades encontraron maneras para seguir vinculando gente mediante mecanismos diversos que van desde la intermediación a través de una tercera institución hasta las asesorías temporales, que se vuelven permanentes.
Esos fenómenos han hecho que se multipliquen las denuncias sobre las nóminas paralelas a las cuales están vinculadas decenas de miles de personas.
¿A cuánto asciende ese total? Por ahora es imposible saberlo. Aquellos que se han adentrado en la maraña administrativa de diversos organismos no han podido definir un número preciso, pero los cálculos hablan de que –en algunos casos– la cifra podría llegar a equivaler a la de los que tienen un contrato de trabajo.
Dicho de otra forma, el total de trabajadores estatales podría ser mucho mayor de lo que muestran las estadísticas.
Sincerar esa realidad es un propósito del Ejecutivo. La razón es que no pueden haber dos categorías de trabajadores en el servicio público: unos que reciben todos los beneficios que contemplan las normas y otros que, en la práctica, son discriminados por hacer un oficio equivalente.
Sin embargo, dicho esfuerzo va a ser costoso y dispendioso, aparte de que le crea un peligroso espacio al clientelismo en plena época electoral.
Según las fuentes oficiales, la nómina pública asciende a 1’013.713 personas, de las cuales 478.454 están vinculadas a las áreas de defensa y seguridad. De tal manera, excluyendo a los integrantes de las Fuerzas Armadas y de otros cuerpos, en la rama ejecutiva trabajan 52.962 ciudadanos.
A lo anterior se le agregan 60.348 individuos más que se desempeñan en el área judicial y los órganos de control. La lista termina con quienes están en las áreas de educación y salud, en donde están vinculados 421.949 funcionarios. El costo total asciende a 29,3 billones de pesos, de acuerdo con el presupuesto nacional lo cual, haciendo una regla de tres, conduce a que un empleado público valga unos 29 millones de pesos al año en promedio.
Por tal motivo, incorporar a varios miles de colombianos a la nómina estatal va a representar números grandes. El argumento gubernamental es que hacerlo no sólo es necesario, sino que hoy en día el dinero se gasta mediante el uso de fondos destinados a la inversión, de manera que se trata de gastar lo mismo. Además, con el fin de que no llegue un número mayor al deseado, el departamento de la Función Pública y la Consejería para el Buen Gobierno van a supervisar el proceso.
Y así tiene que ser. De lo contrario el peligro es que el tema se salga de control, ahondando la estrechez de las cifras fiscales. Es bueno el proceso de sincerar la realidad, pero –al tiempo– es indispensable mantener la rienda corta.