Uno de esos dolores de cabeza que es de carácter permanente en Colombia es el tema de las cárceles. En un país que tiene serias dificultades de criminalidad, el sistema penitenciario no parece ser parte de la solución, sino del problema. Cualquier diagnóstico pinta una realidad inquietante en la que no parece haber espacio para una mejoría.
Los datos son elocuentes. Según cifras oficiales, el número de personas privadas de la libertad en el país es de 118.658, un guarismo que supera con creces la capacidad de albergue disponible. El índice de hacinamiento es superior al 50 por ciento, lo que se presta para todo tipo de abusos, incluyendo el someter a personas a condiciones de detención infrahumanas.
Contra lo que pudiera creerse, el reto no es solo de cupos. A lo largo de los últimos años se han hecho inversiones importantes en infraestructura, pero por cuenta de la falta de agilidad de la justicia la población sindicada ha crecido a un ritmo más rápido que la condenada. Hoy, una tercera parte de los reclusos se encuentran a la espera de una sentencia, lo cual ha disparado las demandas en contra del Estado por privación injusta de la libertad.
Y los retos no paran ahí. La percepción de que las cárceles no son otra cosa que universidades del delito, se ve reforzada por la cantidad de ilícitos que tienen epicentro en ellas. Un reporte de la Policía Nacional sostiene que más de la mitad de las extorsiones ocurren desde centros penitenciarios.
En el último año, las autoridades dijeron haber incautado 20.000 teléfonos celulares y 22.000 tarjetas Sim, sin autorización. Uno de los motivos de su propagación es que solo en 28 prisiones se usan inhibidores de señal, una proporción baja para enfrentar un flagelo que requiere herramientas tecnológicas.
El uso adecuado de las telecomunicaciones también permitiría solucionar otro obstáculo. Diariamente, centenares de reclusos se desplazan por el país acompañados de guardianes, con el fin de atender requerimientos judiciales a un costo promedio de tres millones de pesos por individuo. El uso de salas de audiencia virtual, que requieren poco más que equipamiento básico, un computador con cámara y conexión a Internet, acabaría este cuello de botella.
Ejemplos como los anteriores comprueban que el desafío no es solo de recursos, sino de capacidad gerencial y gestión. A eso le apunta el documento Conpes, que fue aprobado el miércoles y que plantea una política de aquí al 2018, involucrando fondos públicos por más de 1,2 billones de pesos.
No obstante, lo destacable son tres ejes estratégicos que comprenden las condiciones penitenciarias, la política criminal y la relación con las entidades territoriales y el sector empresarial. Especialmente llamativo es el uso de las asociaciones público privadas para el diseño, construcción, operación y transferencia de prisiones.
Los elementos mencionados, y unos cuantos más, forman parte de un conjunto de acciones ambiciosas en las que se requiere una gran dosis de coordinación institucional. Por tal motivo, es fundamental que el liderazgo que debería ejercer el Ministerio de Justicia sea efectivo, algo que incluye meterle el diente a los sindicatos del Inpec y no temerle a las decisiones duras.
De lo contrario, la intensidad de la migraña será la misma o peor. Y eso más que un mal enquistado, es un tema con amplias ramificaciones. Vale la pena recordar que el problema de crimen tiene efectos negativos sobre la propia economía del país, tanto por los gastos que hay que hacer para garantizar la seguridad en el mundo de los negocios, como por las inversiones que no se concretan.
A lo anterior hay que agregarle los efectos sociales de un modelo que no funciona, el mismo que perpetúa un círculo vicioso que es necesario romper. Todo, con el simple propósito de que la justicia opere mejor, en un país que es prisionero de los vicios del pasado.
Ricardo Ávila Pinto
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