A mediados de la presente semana se cumplirán dos años desde aquel 15 de mayo del 2012, cuando entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Por cuenta de la efeméride, se han visto en la prensa diferentes análisis sobre la evolución de un pacto que, a decir verdad, no ha respondido a las expectativas –tanto negativas como positivas– que unos y otros tenían.
Así, quienes pronosticaban la quiebra de la industria y la agricultura nacional estaban equivocados, reconociendo que ambos sectores enfrentan dificultades, las cuales vienen de mucho antes. Puesto de otra manera, tales líos difícilmente se le pueden atribuir al acuerdo firmado con Washington. Para las ensambladoras de vehículos ha sido mucho más determinante la llegada de carros desde México con cero arancel, que cualquier otro factor, mientras que para los productores de alimentos, el golpe más fuerte lo constituye el cierre del mercado venezolano.
Por su parte, aquellos que decían que correrían ríos de leche y miel, tampoco estaban en lo cierto. Las proyecciones sobre un mayor crecimiento de la economía o las decenas de miles de empleos generados no se han cumplido, al menos hasta la fecha. Lo anterior no desconoce que el número de empresas colombianas que le vendían al mercado norteamericano es ahora más amplio, pero todavía las cifras son modestas.
En consecuencia, más vale mirar el asunto con cabeza fría y no caer en la trampa de emitir juicios definitivos, pues, para comenzar, falta década y media antes de que todas las provisiones del TLC se cumplan. Incluso quienes optan por los balances parciales y se detengan en los números disponibles, deberían tomarlos con un grano de sal.
Y es que frente a la afirmación de que ahora tenemos una balanza comercial deficitaria con Estados Unidos –cuyo saldo en rojo en el primer bimestre del 2014 ascendió a 465 millones de dólares–, vale la pena tener en cuenta que la causa fue el desplome en nuestras ventas de combustibles, oro y esmeraldas, afectados, en parte, por una baja de precios y por su envío a otros países. La descolgada disimula el hecho de que las exportaciones de productos no tradicionales han crecido ligeramente en los dos años pasados.
A su vez, las compras han subido, especialmente debido a la gasolina diésel y a los aceites para vehículos, una cuenta que se reducirá dramáticamente el próximo año, una vez entre en operación la refinería de Ecopetrol en Cartagena. Igualmente, se adquieren más cereales del país del norte, pero en este caso hay un cambio de proveedores que antes estaban localizados en Argentina o Canadá.
Todo lo anterior deja en claro que ha sido mucho mayor el ruido que las nueces, pues el pacto bilateral difícilmente se puede calificar como un desastre o una panacea. No obstante, eso no quiere decir que Colombia se olvide de hacer las múltiples tareas que tiene pendientes en la materia, comenzando por la de romper los cuellos de botella logísticos y de otra índole que influyen para que su economía siga siendo una de las más cerradas de América Latina.
Adicionalmente, es clave que los empresarios nacionales –con el acompañamiento de Proexport–, intensifiquen la labor de búsqueda de compradores, algo que exige persistencia y la construcción de vínculos de largo plazo. Aunque las comparaciones son odiosas, es evidente que peruanos y chilenos aprovecharon en un primer momento las ventajas comerciales conseguidas con mayor rapidez que nosotros.
Un tercer elemento es que la política económica debe aportar más que un grano de arena, con el fin de que las exportaciones colombianas no pierdan competitividad. En tal sentido, el nivel de la tasa de cambio es un ingrediente fundamental para que al menos parte de las promesas que se hicieron en torno al TLC con Estados Unidos se vuelvan realidad más temprano que tarde.
Ricardo Ávila Pinto
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